Entró, con los zapatos
sucios, inequívocamente tropezados por noches y plazas solitarias. Se sentó en un
sillón y se puso a mirar el foco que colgaba del techo. Traía la cara roja e
hinchada y su bolsa de papel estraza bien custodiada contra el corazón: el cuartito
para conciliar el sueño.
—Es
termita, ¿verdad?
—Perdón…
—dijo una de las empleadas.
—Es
termita…
Todos
las miramos, revolotear como angelitos torpes en torno al foco.
Se
levantó y se sentó junto a otra mesa, donde la dueña del café hacía cuentas.
—Señor…
—comenzó, torpe, asqueada, indecisa— no se puede sentar aquí… ¿Gusta algo…?
Pero
él, hipnotizado, las miraba bailar traslúcidas, locas, enervadas por la luz
asesina del foco.
—¿Quiere
algo, señor? No se puede sentar aquí, está ocupado —repitió, con un falso tono
indignado, la propietaria del café.
—Ah,
no… nada… solo… lo que sea su voluntad —dijo y estiró la mano mecánicamente.
La
mujer se levantó, sacó unas monedas del pantalón y las puso en la mano del
hombre, que seguía las órbitas suicidas de los insectos.
—Ahora,
vamos afuera, señor, con permiso eh, no puede estar aquí si no consume —y la
mujer lo azuzó más con un gesto que con el tacto, a levantarse de la silla.
Él
se despabiló un poco, se puso de pie.
—Tienen
madera… aquí…
—Por
favor, señor, pase, con permiso…
En
la puerta se volvió hacia nosotros, los espectadores:
—¡Yo
soy un entomólogo, pero todos lo ignoran! —dijo, airado—. Son termitas, hay
madera vieja por aquí.
Ya
en la acera, las miró todavía unos segundos, enamoradas de la luz terrible, y
se fue trastabillando.