Después de un ligero bache depresivo en el que estuve a punto de echar abajo “mi puto blog”, lo reanudo para ver si me hace reír un poco. Así también, inesperadamente, el día de antier decidí que no era necesario quemar mi estudio (siguiendo la técnica de la quema y roza de las que nos hablaban los libros de texto de la primaria) para terminar con el desmadre imperante en él. Debido a que mi pobreza me ha impedido comprar una cámara jotográfica, me veré en la necesidad de usar mis capacidades literarias, que ya sabemos que no son las de Homero, para llevar a su imaginación la vista de ese paisaje macabro con que mis ojos se topaban cada mañana. Ya antes de atravesar el umbral de la puerta (sic), encontrábase un reguero profesional de chingaderas en el suelo: zapatos, muchos libros, revistas, documentos hacendarios, una plancha, una lámpara, el espejo del baño, una sábana (¿?), discos y otras sorpresas debajo de esta primera capa de desidia. En los libreros un desmadre no menor de libros y revistas aguardaba. Durante meses (unos ocho) lenta pero decididamente este desmadre se acumuló sin que yo pudiera hacer nada; en serio, o mucho trabajo, o mucho estrés o alguna cruda terrible me habían impedido hacer otra cosa que no fuera girar la queja al departamento de “cosas urgentes que se pueden hacer mañana”. Hasta que un día tuve que pegar, literalmente, un brinco para llegar a la silla de mi escritorio. Durante cinco horas trabaje duramente dándole a cada revista y libro su lugar, destinando anaqueles para “libros que estoy leyendo”, “Cuirias de culto”, “libros que me caen bien”, “libros que me gustan mucho”, y también “libros y revistas que podrían estar aquí o en cualquier otro lado”. En el proceso encontré medicinas que no sabía que tenía, muchas corcholatas de cerveza (no sé por qué), souvenires emocionales varios (cartitas, muñequitos, fotos), pelis, una bolsa de cazares vacía, facturas, recibos de honorarios, libros que había estado buscando, un calcetín que había sido demandado recientemente por su par en su cajón, los restos del libro de un autor de poesías que fue quemado (el libro, nada más) un día en que críticos bacantes decidieron que a sus poemas “les hacía falta fuego”, un libro de poesías (también) que los mismos críticos bacantes tallerearon y dejaron mucho mejor (lástima que el autor no pueda apreciar las modificaciones realizadas, son un lujo), una dizqueantología en la que mis poemas son endilgados a alguien más porque (nada más) olvidaron poner mi nombre y mi ficha técnica antes de ellos: esta “edición” sufrió una suerte pior, pues, en medio de mi delirio de limpieza, consideré que no era posible que llevara pagando renta un año para que esa madre estuviera en mi casa, y con posterior ladrido de perros y un “ora, ¿qué pedo?” de alguien en la calle, el libro fue a parar varios metros abajo a la vía pública junto al “árbol de la basura”, del que ya se ha hablado. Después de cinco horas de hórrida labor de limpieza y orden, mi estudio quedó impecable, pero “acogedor”, todavía dan ganas de tomarse unos tragos ahí, pero ahora también dan ganas de llevar las botellas a la basura. Esta obra pudo ser realizada con ayuda de la
caja de los objetos enajenados,
que es al mismo tiempo la caja de la desenajenación de los objetos, una caja como medio metro de largo, 20 cms de ancho y otro medio metro de profundidad que fue destinada recientemente a ayudar en el proceso de Saneamiento del Hogar, y que es llevada a los diversos puntos del mismo cuando pongo orden y encuentro algo que no pertenece a ese lugar pero que tampoco sé dónde debería estar o “no encuentra lugar”. Se trata de los objetos enajenados: por algún motivo que todavía no ha podido ser explicado por la física cuántica, algunos objetos se enajenan en el lugar en el que se encuentran, “no es su lugar”, pero cuando uno les adjudica otro puesto tampoco se sienten cómodos, en consecuencia, andan rodando de un lado para otro y siempre estorban o parecen “fuera de sitio”, muy marginales y descontentos con el universo esos objetos. Son lo contrario a los objetos heideggerianos, objetos que se toman muy en serio lo del “ser ahí” y una vez que llegan a un lugar, el que sea, se quedan ahí para siempre. Ejemplo de objetos enajenados en mi casa son los cortaúñas: nunca pueden permanecer suficiente tiempo en el tocador y se les suele encontrar en los lugares más insólitos. La ranita de mi buró (que es un banquito acondicionado como buró) es muy heideggeriana: desde que llegó allí se ha sentido tan cómoda que incluso ha restringido la existencia del buró al hecho de que ella siga estando ahí; esto se debe, en parte, a sus propiedades físicas: le brilla la panza en la oscuridad, por eso es lo primero que veo cuando me levanto en la noche a mear o a tomar agua; es la encargada, también, de velar por mi cordura; antes de volver a cerrar los ojos, su pancita me dice en clave morse: “no te preocupes, no estás tan mal como crees, cuando estés loca de a de veras, yo te aviso. Sigue durmiendo”. También hay objetos inalienables: pueden estar en cualquier lado sin que estén fuera de lugar. Esto le sucede a los destapadores y a las llaves: es decir, uno no sólo puede tener ganas de una cerveza en la cocina, el estudio es un magnífico lugar para honrar a Etil, y ni hablar de la camita; durante una temporada muy báquica, había un destapador debajo de mi almohada. En fin, que la caja de los objetos enajenados funciona de la siguiente manera: uno mete ahí los objetos enajenados, y espera (aún no sé cuánto, hay unos que llevan ahí semanas y otros que en cuestión de horas salen de la caja) a que unos a otros se desenajenen, así, cuando uno los saca de ahí, ya se han decantado por determinado lugar en el hogar. Bueno, esperemos que pronto la totalidad de los objetos sucumban a los poderes desenajenadores de una caja de cartón cualquiera.
En la imagen: El Animaludo, cálebre personaje de ficción de la Gustavo A. Madero.
1 comentario:
Dear Friend Clau: Continua con este "puto blog"... Plis!!! Apenas lo estoy descubriendo.
Sincerely.
I know You Are Strong!
Publicar un comentario