Mobiliario trashumante de las calles, los sillones aparecen, como cadáveres, de un momento a otro, casi siempre presentes a la mirada por la mañana o muy entrada la madrugada. Con la misma misteriosa facilidad, desaparecen en algún otro momento del día; los menos duran un par de días en las banquetas antes de bajar otro piso en el infierno material de las cosas inservibles.
¿Pero por qué abandonar un sillón en la calle? Porque el de la basura te cobrará docientos pesos por llevárselo. Mejor salir como un multihomicida, al cobijo de la noche, auxiliado por una mujer y un hijo adolescente malencarados, o con los cuates de peda —en el momento de la noche en el que harían cualquier cosa con tal de seguir en Nunca Jamás—, o con tu amante (que tiene que “servir para algo”), a sacar “esa chingadera”. La burocracia urbana, por la mañana, decide el paisaje: los barrenderos se llevan la basura, no los sillones, y éstos, víctimas de nadie, se quedan a esperar: que los niños lagañosos vayan a la escuela, que los burócratas salgan a hacer ejercicio mientras fuman un cigarro, que el extraviado del día pase frente a ellos y considere por un segundo en sentarse a descansar, en esa cosa que, si está en la calle, seguramente es porque trae encima la peste. Entonces no sólo desvía la mirada sino que apresura el paso para alejarse de esa ciudad tan obscena que no duda en exponer la íntima miseria de sus habitantes en la calle, a plena luz del día.
El sillón callejero suele ser de tamaño mediano (el de la basura quizá sólo te cobre cien pesos por el sillón individual y el grande seguramente seguirá en tu casa otra década, dada la imposibilidad —y tu güeva— de hacerlo salir por las ventanas ya que no cabe por la puerta). Son los sillones que eligen las parejas enculadas cuando te visitan, el que prefiere tu gato, con el que sueles tener conflictos conyugales cuando intentas reclamar tu derecho a dejar las bolsas del mandado ahí, esos amigables sillones —los sillones preferidos— son los que salen a convivir con esa ciudad de la que sólo sabían por los relatos de los aparecen chubasqueados por ella, asaltados por ella, embriagados por ella, cansados por ella, hartos de ella. Por fin les ha llegado la hora de despedirse de las nalgas ajenas y de las tuyas —que seguramente les pasas desnudas cuando estás solo— y de las uñas y la tibieza suave de tu gato, y de la bolsas del mandado.
Y así, después de haberte servido de muro de las lamentaciones, de tálamo nupcial, de butaca de cine, de retablo, de comedor, de camilla, de perchero, de armario, de nido de gatos, de alacena y, si te pones muy mal, de excusado, el sillón, tu sillón, tras hacerse viejo, duro, incómodo, estorboso, “horrible”, se convierte otra vez en una cosa de la que hay que deshacerse. ¡Qué mejor basurero que la ciudad! Contra ella, que te amenaza con la amenaza de ponerte un cuchillo en la garganta, con la defensa de un taxi, con su taxista (ente (sub)stancial de la ciudad), contra la ciudad y su calle: la vomitada de quien la habita.
Me puse a pensar en los sillones callejeros hace un par de semanas. Regresaba de Iztapalapa en el metrobús, y en la curva que éste ¿da? ¿hace? junto a Plaza Oriente había, en la calle-calle, en el arroyo, a medio metro de las vías del metrobús, un sillón verde, de piel sintética. Su inmovilidad en el centro mismo de la constante carrera urbana lo hacía parecer insólito. Entonces reparé que, en realidad, la Ciudad de México está poblada de sillones callejeros, sillones indigentes que nosotros observamos descuidadamente, en su inaugural y último vagabundeo.
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