Acababa de comer como troglodita y de ver Peeping Tom mientras me tomaba una botella de vino tinto, así que tuve un acceso de sed que me obligó a salir a la tienda de noche, bajo el frío emperador. Antes, ella me había pedido que la dejara salir. Cuando abrí la puerta, una silueta a ras del suelo llamó mi atención. Sobre un registro veo un animal en posición vigilante: “es el Cancerbero”, pienso, y siento los ovarios avanzar hacia mi estómago. “Vamos”, me reprendo, “¿no pensarás que realmente existe el Cancerbero y que ha venido a acecharte hasta la puerta de tu casa?” Mi mariconería y mi represión a ella me hacen acercarme más, aunque cautelosamente, y entonces veo un ciervo sacrificado: está quemado, vivo, y todavía sangra; lo veo respirar dificultosamente. Mis ovarios se me han atascado en el esternón, pero me acerco un poco más, aterrorizada pero también intrigada: ¿de dónde salió un ciervo en la colonia Doctores para morir calcinado sobre un registro de vecindad? Entonces la veo, agonizando, abierta en canal. Alguien ha perpetrado contra ella el acto más atroz, la quemó en la estufa y la sacó a respirar su agonía al pasillo. Un “hijo del diablo”, diría Mateo en su protoevangelio, empezó el trabajo y lo dejó sin concluir. “No puede ser”, pienso, y me acerco otro poco, despacito (tengo algo amargo en la garganta: ¿mis ovarios?). Doy otro paso, y entonces una luz que había estado escondida tras un edificio me muestra lo que la miopía y la oscuridad han tergiversado: una estúpida bolsa negra de basura que sale del registro y que se parece al Cancerbero vigilante, a un ciervo herido y a mi gata sacrificada. Uf, pinche imaginación desquiciada.
2 comentarios:
Me encanta lo que escribes cuando lo haces por puro placer. No nos abandones este blog que es una chingonería.
Simon.
Publicar un comentario