El pasillo es largo, y el sol sorbe su tuétano de vecindad. Al final (hacia el destino) hay una bugambilia, algunos cactus y la boca de un tinaco enterrado. Me asomo buscando a la gata, y entonces lo veo cruzar al pasillo: es el vecino del 7. Un hombre que saluda ásperamente; alto, delgado, “curtido”, dirían, relativamente joven; de esos hombres en los que algo de adolescencia se alarga sobre sus veintes convertidos en treintas.
Camina desguanzado, arrastrando los pies: gime y llora. Se lleva las manos al rostro y se talla los ojos como un niño pequeño. Gimotea desconsolado bajo el sol frío de noviembre. Tras él avanza, respetuosa, una rara comitiva: un hombre mayor con pinta de ser su padre, un adolescente del que no capto mucho y una niña que monta un triciclo. Van con él, ¿pero a dónde y desde dónde? ¿En serio van con él? ¿Sólo porque están atentos a su dolor son su familia? Podrían ser, simplemente, un abuelo y sus nietos que salen de otro departamento (previamente abierto) y a quienes que les toca caminar tras él. Un abuelo y sus nietos que no pueden evitar mirarlo, intrigados por su pena, pero que procuran caminar despacio, a cierta distancia de él, para no avergonzarlo.
Por otro lado, él parece desgraciado, pero las personas tenemos ideas muy particulares de la desgracia. Si en este momento no diera guardar al archivo y lo borrara sin querer, sería desgraciada. Si pierde el Chivas o el América (o cualquier otro pésimo equipo de pésimo fútbol mexicano), hay personas que son desgraciadas. Entonces, ¿qué lo hace desgraciado a él? Puede ser una “verdadera desgracia” (la muerte de su novia o de su madre; el encarcelamiento de un hermano), una desgracia común (su novia mandándolo a la goma; su novia confesando una infidelidad; una deuda no pagada) o una desgracia infantil (el equipo que pierde el partido, una pelea común con la novia). Pero ya sé que empiezan a reprocharme una prosa vulgarmente inquisitiva: ¿su traducción poética sería la de un hombre rudo que camina gimoteando bajo el sol frío de noviembre?
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