“Museo Nacional de Antropología” está grabado en la base de mármol del ídolo de piedra: réplica u original de un dios inmisericorde con quien el tiempo (o el presupuesto) ha sido cruel: tiene la nariz rota, un pómulo hundido y unos mechones de musgo verde en las sienes. En la banqueta, a sus pies, un anciano barre; la vejez lo tomó desprevenido mientras se inclinaban a recoger los lentes: perpetuo imitador del niño que asume la posición “de burro” para que lo salten. Usa unos tenis escolares que fueron blancos, y su suéter bien pudo dar a la basura cuando su antiguo dueño se vio al espejo y pensó: “podría estar dándole de martillazos al muro de Berlín con esta cosa puesta”. El diminuto viejo barre, sin embargo, con toda la energía que su cuerpo le permite. La escoba (un palo largo con ramitas atadas a su punta) se desplaza casi paralela al suelo, movida de izquierda a derecha y de adelante hacia atrás por el cuerpo que la sostiene: curioso y fragilísimo péndulo. El barrendero no descansa ni se apresura: se esmera cuidadosamente. Bajo una esquina del pretil de mármol, un puñado de inmundicia se le resiste. El anciano cambia de estrategia: mete la punta posterior de la escoba y una lluvia de pedacitos incógnitos sale despedida; ya puede reanudar la tarea. ¿Por qué tanto afán? El viejo no es un trabajador de limpieza; se trata, evidentemente, de uno de los miles de indigentes de la ciudad, y como los demás, probablemente “padece de sus facultades mentales”. Quizá piense que él también es un barrendero, y los “verdaderos” trabajadores de limpia que a esta hora pasan por Reforma le prestan una escoba para que desempeñe su “labor”. Parece tener perfectamente calculado su trabajo al pie del monigote prehispánico; es casi seguro que se trata de su ritual o su ejercicio matutino. ¿Logras ver, a través de tu afanosa distimia, el desmedido (aparentemente inútil) afán de La Vida; su enigmática sencillez que infunde ánimo a Los Vivos? Que no te entristezca la miserable vejez del falso barrendero, quizá el ídolo a cuyos pies se esmera se compadezca de él y le provea suficiente aguardiente este invierno para sobrevivir a su crudeza o para bajar al Mictlán sin demasiados aspavientos. No te burles de tu ocurrencia; no sabes el precio que pueda tener a los ojos divinos una afanosa limpieza matutina.
5 comentarios:
"Bajo el signo de Tlaloc" es un maravilloso ensayo de un escritor mexicano poco conocido de pocos mexicanos con pocos conocimientos en hidraulica, mitologia prehispanica, literatura, etc...
Anónimo: Hoy vi en el Fondo México de la Biblioteca de la Ciudadela el libro del que hablas, de Oswaldo Díaz Ruanova y me llamó mucho la atención, aunque sólo tuve ocasión de ojearlo y no lo pude leer, propiamente hablando. Pero no entendí bien tu comentario, ¿dices que es un maravilloso ensayo aunque esté sustentado en los escasos conocimientos del autor? Plis, aclárame, y ya de paso dime quién eres.
Pues... yo lo lei, soy mexicano, me parecio maravilloso, y tengo muy pocos conocimientos de... etc.
Don Oswaldo( creo sinceramente) sabe de lo que trata.
Su interes( el suyo, de usted) Doña Claudina: Es un honor!
Un preadolecente andariego, entre la "Calzada de los Misterios" seguida del "Paseo de la Reforma" pasando por la "Glorieta de Peralvillo" situada cerca de "La Aduana del Pulque", tenia una especie de ritual que culminaba al pie de la pequeña cascada circular de negro tezontle, entre cuyos bloques habia una pequeñísima, insignificante piedrita, a la que él , cada vez que bajaba del camión de su linea de autobuses urbanos favorita "Villa -Auditorio" que dio origen a la malhadada "Ruta 100", la tocaba entre el agua que corria, como si fuera un "boton", y decia para si: "Esta es mi Piedra".
de instantánea en instantánea la cosa va mejorando... y eso que comenzaste bien!
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