jueves, 11 de enero de 2007

Corregir estilo




Leer durante horas (con prisa porque siempre urge) las cuartillas pergeñadas por otros sujetos intentando hacerlas inteligibles al público lector; hacerlo por salarios bajos, bajísimos o francamente miserables; esperar a que el fulano o la fulana de contabilidad firme nuestro cheque (en caso de ser free-lance) o pasar ocho, nueve y hasta diez horas esclavizado en una redacción de revista o periódico, constituyen apenas el preámbulo del “maravilloso mundo de la corrección de estilo” (término acuñado, creo, por Francisco El Vampiro Cervantes), porque los correctores (gremio sin estilo alguno) también solemos manchar con tinta las páginas en busca de no-sé-qué que no llega: la inmortalidad, fama y gloria literaria, una mentada de madre, etc., de tal forma que hacemos de nuestro oficio mayor (la literatura o algo parecido) un contorsionista que quepa en los agujeros que el oficio mundano le deja. Pero en otra ocasión hablaré de las maravillas burocráticas de la industria editorial, de esta perra inmunda que se pretende prócer, y del arte de escribir mientras se corrige; hoy sólo pasaré lista a algunas curiosidades del oficio: uno de los más desconocidos y sólo comprendido a cabalidad por quienes lo ejercen y por quienes los explotan (como la prostitución y el padroteo). Para empezar, uno lee madres que de otra forma no leería: por ahora corrijo un mamotreto de 1,600 cuartillas intitulado La banca, el dinero y los mercados financieros (escrito por un ultraneoliberal hardvariano que hace pésimos chistes) y un compendio de la Biblia para cristianos subnormales (al menos el autor así lo cree). Esto, en un principio un atentando contra aquellos que disfrutamos la lectura, suele traer conocimiento. Conforme uno se gana el pan, va haciendo una rara labor antropológica: conoce regiones de la perversión humana a las que uno no es asiduo, por ejemplo, cuando uno corrige libros religiosos o de superación personal, así como revistas de chismes. En menor medida, llegan nuevos conocimientos hasta nosotros: por un libro que corregí sé que desde hace ¡veinte años! están contempladas siete nuevas líneas del metro que no existen en esta ciudad gracias a la desmedida codicia de nuestros gobernantes; con este libro para aspirantes a corredores de bolsa o a presidente mexicano al fin compruebo que los economistas son tan científicos como los oráculos de Walter Mercado. Pero todo marcha bien si uno no conoce a los autores (o si a los autores les valen madre sus libros) porque en caso contrario (por ejemplo, cuando un autor paga un libro y uno es el cargado de corregirlo; o cuando uno le ofrece pendejamente su trabajo a los amigos literatos) se sufre harto, hartísimo: los autores que se creen escritores son como una gastritis ulcerosa. En primer lugar, creen que escriben PERFECTAMENTE, y que uno (el corrector) es un pobre diablo. Minimizan su mal uso de los verbos, su infinidad de faltas ortográficas y dedazos y el montón de formas anacrónicas que suelen usar; es más, las elevan a reglas gramaticales. Protestan airadamente si uno intenta dar forma a sus desvaríos lingüísticos o, si son amables, de plano te dicen: “Ay, a mí no me gusta usar comas; afean mi prosa”, “¡es un ensayo; no puedo dividirlo en párrafos!”, o la típica pendejada: “García Márquez dice que no se deben usar gerundios”. Bueno, pero todavía falta lidiar con los jefes, que suelen ser correctores senior con sus manías particulares. (Cabe decir que uno prefiere a un veterano maniático que a un arribista que repite como loro la única regla gramatical que sabe, o que inventa una.) La única vez que trabajé in situ lo hice en una editorial independiente; mi jefe entraba en crisis cuando descubría unas comillas que no fueran francesas, porque según él “esas son las correctas”. No podía ver adverbios mente y otra vez García Márquez y los gerundios. Además, consideraba que una cuartilla debía quedar “a la primera en pantalla”, para que me comprendan los no-correctores: con una única corrección en la computadora un libro podía ser mandado a imprenta con la seguridad de que no se saldrían erratas. Ja, si así fuera, el dineral que se ahorrarían las editoriales comerciales. Porque sí, además de todo, y por bueno que sea el corrector: SIEMPRE se van cosas; para que una cuartilla vaya a imprenta, tres o cuatro pares de ojos deben revisarla minuciosamente. A estas alturas, éste parece el retrato del Pípila, pero no se crea, los tres veces ache correctores también tenemos uñas; algunos garras tremendas. En una ocasión, corrigiendo un libro para la ubre mayor de la cultura estatal, mi jefe (el editor) tachó un montón de correcciones hechas a las páginas sin punto y aparte de un becadísimo autor. “No es work-in-progress. Déjalo sin párrafos. Si no se entiende es que él no quiere que se entienda.” En otra ocasión, mi jefe y yo lamentamos muchísimo tener que cuidar nuestros respectivos pellejos y despensas. Teníamos ante nosotros una espléndida línea (también era una línea) de un ilustrísimo escritor. Decía algo así como: “Ser escritor es vaciarse.” Coincidimos en que el texto ganaría si en lugar de ello se leía: “Ser escritor es vaciado.” Desgraciadamente, tuvimos que cuidarnos de no irritar al autor que asocia la escritura con las guácaras y los enemas y conformarnos con acicalar lo arrojado. Vaya oficio, ¿no?