domingo, 9 de agosto de 2015

Termitas






Entró, con los zapatos sucios, inequívocamente tropezados por noches y plazas solitarias. Se sentó en un sillón y se puso a mirar el foco que colgaba del techo. Traía la cara roja e hinchada y su bolsa de papel estraza bien custodiada contra el corazón: el cuartito para conciliar el sueño.
—Es termita, ¿verdad?
—Perdón… —dijo una de las empleadas.
—Es termita…
Todos las miramos, revolotear como angelitos torpes en torno al foco.
Se levantó y se sentó junto a otra mesa, donde la dueña del café hacía cuentas.
—Señor… —comenzó, torpe, asqueada, indecisa— no se puede sentar aquí… ¿Gusta algo…?
Pero él, hipnotizado, las miraba bailar traslúcidas, locas, enervadas por la luz asesina del foco.
—¿Quiere algo, señor? No se puede sentar aquí, está ocupado —repitió, con un falso tono indignado, la propietaria del café.
—Ah, no… nada… solo… lo que sea su voluntad —dijo y estiró la mano mecánicamente.
La mujer se levantó, sacó unas monedas del pantalón y las puso en la mano del hombre, que seguía las órbitas suicidas de los insectos.
—Ahora, vamos afuera, señor, con permiso eh, no puede estar aquí si no consume —y la mujer lo azuzó más con un gesto que con el tacto, a levantarse de la silla.
Él se despabiló un poco, se puso de pie.
—Tienen madera… aquí…
—Por favor, señor, pase, con permiso…
En la puerta se volvió hacia nosotros, los espectadores:
—¡Yo soy un entomólogo, pero todos lo ignoran! —dijo, airado—. Son termitas, hay madera vieja por aquí.
Ya en la acera, las miró todavía unos segundos, enamoradas de la luz terrible, y se fue trastabillando.



lunes, 6 de julio de 2015

México DF: una ciudad brutalista incomprendida



Una ciudad también es el homenaje a la idea no totalmente realizada que tuvimos de ella. Así, entre los años cincuenta y setenta del siglo XX, distintos arquitectos diseñaron en torno a un concepto: las líneas simples y los materiales más duraderos: la ciudad como un megalito. Equivocadamente, el brutalismo se atribuye al “idealismo artístico” soviético (por su propuesta masiva y rudimentaria) pero lo cierto que el brutalismo se exploró lo mismo en Estados Unidos que en Brasil; en Londres y Berlín.
Así, en las ciudades más cosmopolitas sobrevive el brutalismo, esperando la atención pop para redimirse y salvarse de las demoliciones, aunque en algunas ciudades sus construcciones han sido respetadas y/o restauradas.

Así, Hábitat 67 (en Canadá)




o el brutalismo couture griego de Casa Brutale:




Pero la aldea global no es inmune a la sabiduría de José Alfredo Jiménez y, así si "las distancias apartan las ciudades/ las ciudades destruyen las costumbres", según los internautas globales esta es una “vivienda promedio” en México:



Y cada uno de nosotros: Diegos Riveras y Fridas Kahlos cualesquiera. (Poniéndome a elegir, prefiero ser un Rivera común, corrientemente elevado a estatus de gloria de las artes en vida.)

Pero no es el punto de este post. El motivo es más sencillo (o más radical). No se sienta despreciado asrtísticamente por Habitat 67. El mundo no funciona así.

Su ciudad sigue siendo una ciudad brutalista, pero incomprendida. Incluso es más brutalista que todas las otras, y más original en su brutalismo; vanguardista y visionaria, pues. No solo porque desde mediados de siglo XX cualquier arquitecto que hiciera bien su trabajo sabía que un edificio departamental es una caja de zapatos de concreto (horizontal o vertical) con hoyitos para ventilar, como lo demuestra Tlatelolco. Y qué decir del muralismo brutal de O’Gorman en la Biblioteca Nacional o de ese espantajo infranqueable que es la Rectoría de la UNAM en el horizonte del sur de la Ciudad de México. Así que, ni hablar, a la hora de los revivals hay que pensar en la oportunidad de negocio. ¿Qué tal unos tours para los amigos turistas titulado: “Brutalismo y neobrutalismo chilango: a por las chelas, pagáis vosotros”? 

Brutalismo pret a porter



Brutalismo vintage




Neobrutalismo súperbrutal




Es solo una propuesta, y dijera su diputado favorito, está “abierta al diálogo”.


sábado, 6 de junio de 2015

Sueño







Durante los primeros 18 años de mi vida ignoré lo que era el insomnio. Desde que era niña pasaba una o dos horas “pensando cosas” antes de dormir pero creía que todos hacían lo mismo. Fue hasta que comencé a tener novios que el sueño me comenzó a parecer anormal: el sueño de los otros, tan plácido y sencillo. Ya en los veintes tomaba todos los menjurjes naturistas, variando de uno a otro con resultados similares: un poco de alivio, por un tiempo; la misma frustración al final. Todo ello entreverado con un soñar abigarrado y trepidante en las últimas horas de sueño, por la mañana. Un soñar que frecuentemente me ha hecho despertar pensando que “aquel sitio”, el lugar del sueño, es el mío, y que despertar es una equivocación. A los 29 hice un descubrimiento importante (que la ciencia médica inauguró décadas antes): las pastas existen. Quizá Dios también, de eso no estoy tan segura. Si existe, debe tener en su cielo a todos los primates de laboratorio que pavimentaron el camino hacia amaneceres menos nerviosos. Y sí: solo necesitas los nudillos de una diminuta pastilla para cerrarle la boca al insomnio. ¿Pero esa herida primordial, zurcida con mano grosera por las farmacéuticas, por qué está ahí? ¿Es un miedo o un deseo: verlo todo, saberlo todo, jamás estar a oscuras? Ahora me gusta ir hundiéndome en el sueño (y a veces, darme cuenta de ello): los pensamientos se separan de las palabras y cuando intentas reconocerlos te devuelven una imagen deformada, como en una casa de los espejos. Y resulta divertido cómo cosas tan graves e importantes durante el día se vuelven, en esa frontera, confusiones pueriles. Luego desapareces en el mar de cristales del sueño.