domingo, 25 de enero de 2009

Mahmud Darwix


El Gran Zapata tuvo a bien ponerme un libro en las manos hace unos días, con una instrucción: “Lee esto”. Instrucción que seguí al pie de la letra, mientras unos pinches vecinos en una vecindad se reventaban un popurrí en sonido pro de reggeatón y otras mierdas. (Lo único que agradecí es esa gran cumbia llamada Hechicería. Ojalá le vuelvan a poner al rato.) Mientras unos mariachis crudos le llevan serenata a la señora de la casa, que en este momento debe estar llorando, con mandil y chanclas, diciendo: “ay, hijito, no te hubieras molestado”, me puse a transcribir unos versos de eso que me dio a leer el Zapatita: un poeta desconocido para mí: Mahmud Darwix, que me ha causado la más hermosa sensación que me pueda causar un poeta: me ha gustado tanto su libro, Estado de sitio, que no quiero saber nada más de él, ni leerle otras cosas: quiero conservarlo puro y resplandeciente, relumbrante. He pensado muchas cosas después de leerlo, pero no atino a tener una certeza absoluta sobre ninguna de ellas, así que prefiero callar mis reflexiones y sólo reproducir algunas de las partes de este poema extenso que tanto me impresionaron. Sólo diré una cosa al respecto: la poesía no es un fantasma: existe.

Este sitio durará hasta que
el sitiador sienta, como el sitiado,
que hartarse
es una cualidad del ser humano.

Los soldados calculan la distancia entre el ser
y la nada
con la mirilla del tanque.

El brillo, la clarividencia y el rayo
se parecen demasiado…
más yo sabré de aquí a poco
si esto era revelación,
o sabrán mis amigos más íntimos
que el poema ha pasado,
aniquilando a su poeta.

Solos, estamos solos hasta la náusea,
por toda compañía las visitas del arcoíris.

Aquí, se nos agolpan las fechas en rojo,
en negro. De no ser por los pecados,
se empequeñecerían las Sagradas Escrituras. De no ser por el
espejismo,
se fortalecerían las pisadas de los profetas en la arena,
y se acortaría el camino hacia Dios.
Que culmine la eternidad sus obras eternas.
Yo, le susurraré a la sombra: si
la historia de este lugar no fuera tan tumultuosa,
compondríamos cientos
de elegías topográficas a los álamos…

Nuestras pérdidas: entre dos y ocho caídos
por día,
una decena de heridos,
veinte casas,
cincuenta olivos,
más el defecto estructural que
viciará el poma, el drama, el cuadro.

Guardamos nuestra pena en el jarrón: para que no
la vean los soldados y celebren el sitio…
la guardamos para otro momento,
para el recuerdo,
por si algo nos sorprende en el camino.
Y cuando al fin la vida sea natural,
nos apenaremos como los demás, por cosas personales,
postergadas ahora por las grandes cuitas,
desatendida la hemorragia de las pequeñas heridas.
Mañana, cuando sane el lugar,
Sentiremos los efectos secundarios.

A la muerte: sabemos de qué tanque
has venido. Sabemos qué quieres… Vuélvete
a medio hacer. Discúlpate ante soldados y oficiales,
diles: me han visto dos novios acechándoles,
he dudado, y he devuelto a la novia
con los suyos… hecha un mar de lágrimas.

Aquí de pie. Sentados aquí. Siempre aquí.
Eternamente aquí. Tenemos una sola meta:
estar.

¡Veinte líneas sobre el amor he escrito,
y me parece
que el sitio
hubiera retrocedido veinte metros!

“Yo o él”,
así comienza la guerra. Pero
acaba con un encuentro embarazoso:
“yo y él”.

No te quiero, no te odio,
le dijo un detenido al policía: mi corazón está lleno
de cosas que no te incumben. Mi corazón rebosa olor a salvia,
mi corazón es ingenuo, radiante, rico,
no hay sitio en mi corazón para inquisiciones. Claro que sí,
no te quiero. ¿Quién eres tú para que yo te quiera?
¿Eres tú alguno de mis momentos, la hora del té,
Una flauta ronca, una canción para que yo te quiera?
Odio las detenciones, pero no te odio a ti.
Así le dijo el detenido al policía: mis sentimientos
No son asunto tuyo. Mis sentimientos son mi noche privada…
Mi noche que se agita entre las
almohadas
¡libre de metro y rima!

Un niño nacerá, aquí y ahora,
en la calle de la muerte… a la una en punto.

A un lector: No te fíes del poema,
hijo de la ausencia,
no es intuición,
ni es pensamiento,
es el pálpito del abismo.

Mahmud Darwix (Birwa, Palestina, 1941-2008). Tras varios encarcelamientos en Israel, vivió un largo exilio en distintos países árabes y en Europa. Y si quiere saber más, dele al google, que para eso sirve... y no es regaño. Mientras buscaba la foto, los mariachis terminaron su chow... ya empezó el lapso dance del sonidista.

domingo, 18 de enero de 2009

Léolo: Ícaro siempre resurge


Porque sueño, yo no lo estoy. Porque sueño, sueño. Porque me abandono por las noches a mis sueños antes de que me deje el día, porque no amo, porque me asusta amar, ya no sueño. Ya no sueño...... A ti, la dama, la audaz melancolía que, con grito solitario, hiendes mis carnes ofreciéndolas al tedio; tú que atormentas mis noches cuando no sé qué camino de mi vida tomar... te he pagado cien veces mi deuda.De las brasas del ensueño sólo me quedan las cenizas de la mentira que tú misma me habías obligado a oír. Y la blanca plenitud, no era como el viejo interludio y sí una morena de finos tobillos que me clavó la pena de un pecho punzante en el que creí, y que no me dejó más que el remordimiento de haber visto nacer la luz sobre mi soledad.E iré a descansar, con la cabeza entre dos palabras, en el valle de los avasallados.

La especie de Ícaro es una de las más incomprendidas entre las subespecies humanas, básicamente, porque los que se han ocupado en su descripción suelen ser:

a) Ingenuos y/o farsantes romanticoides para los cuales el Vuelo Imposible no es otra cosa que una pose romántica de poetas malditos y otras sandeces nauseabundas o
b) Ícaros bastante neuróticos y suficientemente autistas que no consiguen “comunicar” el universo total de la experiencia icárica (llamémosle así): el impulso, el recorrido, el móvil, la visión, el instante, la perspectiva: todos ellos fragmentos claves para entender a cabalidad el insuperable valor del vuelo imposible o
c) Buenos artistas que menosprecian la experiencia, dedicándole, por tanto, poco espacio y energía en sus obras.

Léolo es un raro caso de lo que un autor (Jean-Claude Lauzon, en este caso cinematográfico) pudo hacer con esta materia tan escurridiza: a lo largo de los 120 minutos de alegría y angustia por los que transcurre la cinta, nos enseña el plano tridimensional de que la experiencia icárica está compuesta: el íntimo, el personal y el de la perspectiva. Hacer una sinopsis no es fácil, al propio espectador le cuesta un tiempo acostumbrarse a la narrativa ambidiestra de esta frágil obra de arte (no faltan los snobs babosos que sueltan carcajadas idiotas en el momento menos risible, ni el bruto que dice, al final, “chale, ¿a poco ahí acaba? No mames”; la Cineteca es un lugar propicio para codearse con esa gente vacía y pendeja para la que la cultura es un atuendo cool): ¿ficción? ¿recursos simbólicos de la historia que hacen las veces de Teoría de la infancia? ¿imaginación “inofensiva” del muchacho”? ¿locura?

Léolo Lozone comienza a leer cuando encuentra un libro (el único que hay en su casa) y que llega allí de una manera hermosa e inusitada que no voy a revelar pero en la que tiene algo qué ver el “Domador de versos”. Pero, ¿Léolo lee? No sólo lee, transforma el libro que lee en una experiencia liberadora y libertaria absoluta: las palabras adquieran dimensiones y una importancia que no imaginaron en la mente de un muchachito que va transformando su realidad en una Realidad Propia: un mundo trepidante veteado por trazas de realidad, reinterpretación, imaginación y locura que es, por si fuera poco, inacabable, en todo el sentido de la palabra: siempre habrá un camino por descubrir, un paisaje por solventar (un poco como en el mundo de los sueños).

En este desproporcionado unievrso de energía creativa descomunal transcurre el tránsito de Léolo de la infancia a la pubertad. En ese tránsito y en medio de una horrorosa realidad: horrorosa no en sentido plano y obvio de “maltrato, abuso, guerra, hambre, orfandad”, sino en el sentido más eufemístico (pero no por ello menos violento) que llega a adoptar la existencia: la sinrazón, la desvergüenza, el desprecio al alma, el desprecio a la inteligencia, lo grotesco, la impudicia, la demencia y la estupidez de unos familiares entre los cuales hay lo mismo un abuelo con tendencia infanticidas y pederastas, un padre bruto, grosero y asquerosamente marrano para el cual lo único que existe en el mundo es la comida, una madre que ha inculcado en su familia una filia por el acto de deyección bastante atroz, una hermana que pronto ingresa a la Casita de Muñecas, la Reina Rita, que hace lo propio cuando su familia descubre que pasa el día en el sótano con una multitud de insectos y los mata, conduciéndola rápidamente a la locura, y el hermano de Léolo, por cuya estupidez siente ternura.
Léolo tiene conciencia de su libertad (o ultraconciencia de ella y de su importancia) no en la medida que la tienen los filósofos después de sesudos vericuetos lógicos, epistemológicos y culteranos, sino en la medida que una cosa viva, tan viva que desprecia la muerte; en la medida que un espíritu vorazmente libre la tiene. Y esta conciencia íntima de su libertad se trasluce en las palabras (a las que acude una y otra vez como un heroinómano regresa a su aguja): “Porque sueño, yo no lo estoy” parece decir a la locura, a la muerte, a la planicie de horror y estupidez que lo rodea.

Jean-Claude Lauzon consigue complicidad absoluta para su joven antihéroe y, de esta suerte, lamentamos que no haya podido matar al abuelo de la manera, por otro lado, bastante demencial en que lo intenta. Hacia el final de la película deberíamos advertir (si fuéramos menos superficiales) algo terrible y precatastrófico: Léolo se descubre solo y (se alcanza a adivinar) empieza a comprender que el Vuelo es imposible: ésta fue la razón por la que Ícaro cayó al mar, y no por su ambición solar (como nos quiere hacer creer la historia); el momento en que se dio cuenta de que su vuelo era un sueño y de que el sueño, sueño es: el Vuelo (que es un sueño peculiar) lo hizo entonces caer a mar abierto, metáfora de la soledad absoluta y de la incapacidad en el ambiente: no poder nadar o estar ya demasiado lejos de la costa (de la cordura y de los caminos trazados). Poco después ocurre lo que ocurre: Léolo va a dar a la Casita de Muñecas también, específicamente, a una tinota con hielos. ¿Pero dónde está Léolo? ¿En el páramo de la taradez total (no sé, supongo que tiene un término médico) o, para siempre, multicolor y eterno, en el Vuelo?

pd 1: Jean-Claude “se dirigió al más allá” (digo, hay que abrevar de nuestro periodismo clásico) con su avioneta y su novia tres años después de hacer su obra maestra, como lo hiciera otro excepcional (y tan pendejamente incomprendido por profesores, y tan pendejamente despreciado por lectores culteranos) interpretador icariano: maese Exupèry, cuyo Principito también vuela entre galaxias inconmensurables, vencedor por siempre sobre la muerte.
pd 2: ¿Dónde consigo lo que leía Léolo: El valle de los avasallados, de Rejéan Ducharme? ¿Ninguna gachupina hidepu editorial ha tenido a bien traducirlo al castellano? ¿Sólo está en francés?
pd 3: la movie ya no está en la jodida Cineteca; la vi hace rato, y tenía circulando en mi chollita la reseña, pero hasta ahora se inflaron para ponerla.