sábado, 6 de junio de 2015

Sueño







Durante los primeros 18 años de mi vida ignoré lo que era el insomnio. Desde que era niña pasaba una o dos horas “pensando cosas” antes de dormir pero creía que todos hacían lo mismo. Fue hasta que comencé a tener novios que el sueño me comenzó a parecer anormal: el sueño de los otros, tan plácido y sencillo. Ya en los veintes tomaba todos los menjurjes naturistas, variando de uno a otro con resultados similares: un poco de alivio, por un tiempo; la misma frustración al final. Todo ello entreverado con un soñar abigarrado y trepidante en las últimas horas de sueño, por la mañana. Un soñar que frecuentemente me ha hecho despertar pensando que “aquel sitio”, el lugar del sueño, es el mío, y que despertar es una equivocación. A los 29 hice un descubrimiento importante (que la ciencia médica inauguró décadas antes): las pastas existen. Quizá Dios también, de eso no estoy tan segura. Si existe, debe tener en su cielo a todos los primates de laboratorio que pavimentaron el camino hacia amaneceres menos nerviosos. Y sí: solo necesitas los nudillos de una diminuta pastilla para cerrarle la boca al insomnio. ¿Pero esa herida primordial, zurcida con mano grosera por las farmacéuticas, por qué está ahí? ¿Es un miedo o un deseo: verlo todo, saberlo todo, jamás estar a oscuras? Ahora me gusta ir hundiéndome en el sueño (y a veces, darme cuenta de ello): los pensamientos se separan de las palabras y cuando intentas reconocerlos te devuelven una imagen deformada, como en una casa de los espejos. Y resulta divertido cómo cosas tan graves e importantes durante el día se vuelven, en esa frontera, confusiones pueriles. Luego desapareces en el mar de cristales del sueño.