domingo, 5 de febrero de 2012

Autor emergente 2011 elegido por La Tempestad

Entre los libros de escritores emergentes aparecidos el año pasado llama poderosamente la atención Tránsito, de Claudina Domingo (México DF, 1982). Se trata de un auténtico proyecto poético, un texto maduro surgido de la reflexión y el rigor. 24 poemas-crónica o un poema-día en el que la escritora sale a las calles de la ciudad de México en busca de todo lo que ésta pueda ofrecerle. El Distrito Federal arroja a sus sentidos una infinidad de estímulos, que Domingo organiza en una prosa encendida, de gran riqueza sensorial.
    La poeta refunda la ciudad para sí –ha comparado su libro a una maqueta–, sin perder de vista a los antiguos cronistas (Bernal Díaz del Castillo, Bernardo de Balbuena), con quienes dialoga. Lo oído, lo visto, lo olido, lo leído, lo sentido, lo vivido: todo se incorpora en una prosa que no atiende puntuación alguna, en la que los paréntesis y los blancos establecen el ritmo de la lectura. Lo que en Miel en ciernes (2005) se anunciaba, aquí son hechos concretos: una dicción propia, que permite ubicar la propuesta de Domingo entre las más prometedoras de la poesía mexicana contemporánea.
    Del Centro a Tlatelolco, sin esquivar los hirientes contrastes santafecinos, Tránsito es un libro que se niega a contemplar desde la distancia. Su vocación no es retratar la ciudad sino volverse una parte (desencantada) de ella. Donde otros siguen la ruta de lo estable y lo cristalino, en esa suerte de orientalismo impostado, Claudina Domingo se ensucia las manos para encontrar vestigios de lengua viva.

Sobre Minotauromaquia, de Tita Valencia

“Amor: el dolor está iracundo conmigo”, escribió Tita Valencia en Minotauromaquia (Joaquín Mortiz, 1976; Lecturas Mexicanas, 1999), novela autobiográfica, crónica poética intimista, ensayo apasionado sobre el amor que reúne las cualidades de un libro inclasificable extraviado en los anales de la rareza literaria. Minotauromaquia comienza con la promesa de novelar un desencuentro amoroso: la primera persona que narra parece llamarnos a convivir con sus fantasmas frente al muro de sus lamentaciones. Pero pronto la prosa se torna poética y termina ensayando en torno al amor desgraciado. Discurre, como todo amor neurótico, por un laberinto donde el sentido de los acontecimientos cambia con la puesta en escena del amor: hoy promesa, un día condena, jamás presente: el amor imposible se escapa hacia el infinito. Como todo relato autobiográfico busca la curación; exorcizar por medio del lenguaje los demonios que afligen a la carne y al espíritu; entonces la poesía, más allá del recurso literario, cumple las funciones del encantamiento ritual: es una sensual y barroca oración de la hija del Hombre, de la amante burlada que, ante el descubrimiento de las atrocidades cometidas contra su amor, se convierte es diosa vengativa y pronuncia una condena irrevocable contra el padre-hijo, el maestro capitán, el amigo-verdugo, a quien receta el más amargo de los venenos: la ponzoña femenina por la cual el que fue héroe se convierte en payaso, el demiurgo en golem. ¿Qué es más duradero que el amor de una mujer? Su rencor.
Se dirá entonces que Tita Valencia es una autora feminista interesada en hacer caer la patética máscara del Gran Amor y revelarnos la larga mancha de la lepra psicosocial del amor de la mujer entregada: la voracidad con que se consagra a convertirse en espejo para la egomanía masculina. Sin embargo, esto sólo es un accidente producto de su acerada lucidez; la autora nos advierte que no le interesa el feminismo: “Yo siempre entendí que la mujer sólo es capaz de amar a Dios en su forma viril y humana”. Así desenvuelve una neurosis mítica, por la cual la Mujer, para no desgarrarse en un mundo hostil hacia la hembra solitaria, se arroja a la hoguera del amor para convertirla en altísima torre, observatorio alejado de la vanidad y de la banalidad desde el cual la crucificada ve pasar al mundo.
Como en toda relación de amor atormentado, hay un misterio escabroso; un algo innombrable que es la fuerza motriz de todas las palabras y que se disfraza de nada y burla al que sufre su desventura: la amante solitaria, tras alcanzar la revelación, es asaltada por la demencia. Pero el que la narradora sea conducida a un manicomio no la hace psiquiatrizar su historia ni su empresa: ¿qué queda del amor cuando ya no queda nada? Tita Valencia se consagra a la obsesión de los fanáticos del amor: desenmascarar a los que no creen en él: “El error —creo— está en hacer una mística de las relaciones humanas. Se aterra al prójimo”.
Simbólico y alegórico siempre, se propone desentrañar el misterio entre misterios: un tríptico (las varias caras de una relación pasional), varios rezos, los mitos clásicos observados desde el xx, las figuras bíblicas que un hombre y una mujer, tarde o temprano, terminan representando. Minotauromaquia busca desarrollarse en la narrativa, sucumbe a la poesía y, ante la incapacidad de ambas para proporcionar el alivio catártico, recurre a la reflexión, a la autobiografía y al simbolismo; las joyas que Minotauromaquia ofrece se encuentran en lo pantanoso de sus reiteraciones; son luminosos aforismos y centelleantes “actos de poesía”.
Tita Valencia nació en la Ciudad de México en 1938 y se ha desempeñado como pianista concertista, promotora cultural en México y en el extranjero y como guionista para Radio UNAM y los canales 11 y 13 de televisión. Es autora también del libro de poesía El Trovar Clus de las jacarandas (Ala del Tigre, 1995), y de Urgente decir te amo (1932-1942) (El Colegio de San Luis, 2007), novela biográfica que recopila la correspondencia amorosa entre su madre y su padre, fallecido este último prematuramente a la edad de 35 años.

Texto publicado en el periódico Milenio, en su suplemento Laberinto, el 28 de enero de 2012.

Reseña de Tránsito por Sergio González Rodríguez


Claudina Domingo (1982) ha retomado la tradición de los poetas urbanos de la literatura mexicana para trazar su propio itinerario en el libro Tránsito (Tierra Adentro). El resultado es magnífico por su tenaz contemporaneidad y su esmero formal. Su voz se une a la de Gutiérrez Nájera, Novo, Huerta, Paz, Lizalde, Bolaño que, en poco más de un siglo, lograron consignar el efecto de lo moderno, donde todo lo sólido se desvanece en el aire y arroja los despojos de una promesa en perpetuo suspenso.
Desde la posmodernidad de los tiempos actuales, la propuesta de Claudina Domingo puede percibir con todos los sentidos, no sólo con la mirada, la materia y la sustancia de una ciudad espesa y compleja, telúrica y edificada, la capital mexicana que enfrenta su desgaste irremediable todos los días, lastre de aspiraciones y propósitos fallidos que se acumulan con los siglos: la vital resistencia de las personas impregnada en sus casas, barrios, calles, monumentos, palacios, plazas, avenidas, atmósferas. La obsesiva ciudad y su presencia múltiple: “una ciudad que no teme al precipicio”, apunta la poeta.
Para ella, el registro suele ser análogo de norte a sur, de oriente a poniente en un entorno lacustre yacente bajo sus pasos, que atestiguan la construcción de la iniquidad secular, los restos del ocio contra lo productivo, de la imposibilidad y sus márgenes: “caminamos por Bucareli expelidos por una tragedia de/ bar botellas rotas palabras erguidas sobre la mesa/ (parecen tan fláccidas a la intemperie) el frío abre un/ par de botones a la borrachera las aceleraciones de la/ última caguama rumian largo y feroz (claman por más/ fermentación) la ciudadela expone su reluciente/ basura (la indigencia guarecida por harapos)”. En Tránsito, se observa una poética similar a la de Feli Dávalos (1982) en Morir mejor.
La ciudad de Claudina Domingo se recorre como se desplaza la mirada por las páginas de un libro: el libro/ciudad reproduce una red de vínculos literarios, afectivos, hecha de citas, ecos, palabras, lecturas que transcurren los siglos y recalan en la paseante que se ve abrumada por su peso hasta que consigue darle un orden de versos, pausas, silencios, imágenes, descripciones, y entonces el poema le da al caos enervante un punto de fuga. La dureza cotidiana evoca los sueños y se instala en el centro de un mundo personal.
Tránsito es un mapa y, al mismo tiempo, el cuaderno de apuntes de una viajera urbana que recupera la ciudad inabarcable mediante la recopilación de sus fragmentos. En tal sentido, el libro puede leerse como una aplicación del método de collage/montaje de los vanguardistas del siglo anterior, y su proceso creativo semeja al de aquellos artistas que, en sus vagabundeos urbanos, recogían piedras, desechos, objetos, insignificancias de un pasado en ruinas que podía ser reconstituido para ofrecerle una dignidad inédita al insertarlo en otro marco creativo. Así, pleno de fulguraciones, Tránsito.
Poema narrativo de alcance amplio, cinemático y desplegable, fragmentario y unido al mismo tiempo, el notable libro de Claudina Domingo documenta una visión generacional que contempla la realidad áspera como un desafío al que debe enfrentarse con las armas de la imaginación y la entereza de ánimo: en ella son ajenos el desencanto (¿cómo experimentarlo frente a algo que en sí es desencantado?), la nostalgia (¿cómo ser nostálgico de algo saturado de nostalgia?) y el pesimismo (¿cómo padecer una fatalidad sin caer en la autocompasión?). Lo suyo es la lucidez (suerte de reflejo de la luz del altiplano), el feroz entendimiento de la adversidad que adviene compañía urgida de diálogo. En las páginas de Tránsito, el ciclo de la Historia se vuelve un verso portátil.

Texto aparecido en el periódico Reforma, el sábado 6 de agosto de 2011, en la columna Noche y Día del autor.