domingo, 17 de enero de 2010

















En la madrugada tuve pesadillas, bueno, una pesadilla. Soñé que me volvía loca. Estaba en casa de mis jefes, sentada en la cama donde dormía cuando vivía allí. De pronto, una voz me empezaba a zaherir. Esto iba acompañado de una sensación física, de modo que tenía un cierto grado de “conciencia” de que era una alucinación. Pensaba para mis adentros que lo mejor era hacerme pendeja hasta que pasara. Pero la voz dijo: “En serio, eres un hombre; mira lo que tienes en las manos”. En las manos tenía unas servilletas y en las servilletas un pedazo de pene: el glande y un cacho del cuerpo. La voz dijo: “Aunque te lo hayas cortado, sigues siendo un hombre”. Yo me levantaba e iba al espejo, convencida de que le podía “demostrar a la voz” que se equivocaba. Y entonces me horrorizaba: era un hombre, pero más que un sapiens sapiens, un hombre de Cromañón: era horrible y parecía tener alguna tara. Entonces empezaba a gritar. Llamaba a mi papá y le decía: “estoy alucinando, ayúdame”. Él se ponía inquisitorial: preguntaba si había fumado mota o si me había tomado alguna “otra droga”. Yo empezaba a llorar: sólo yo sabía que estaba enloqueciendo y que había que hacer algo antes de que ya no hubiera remedio. Me acordaba de haber tomado algo para la gripa y él iba a ver qué fórmula tenía. Yo seguía enloqueciendo y, figuradamente, poniéndome como loca. Mi madre subía y yo le decía que me ayudara, que hiciera algo para que dejara de alucinar. Ella me decía que no era para tanto, que seguramente estaba exagerando. Pero no, yo seguía alucinando y al mismo tiempo tenía una sensación culerísima en el cuerpo y en la conciencia: sentía que me estaba perdiendo a mí misma, pero no era como si mi espíritu se escapara, sino al revés, como si mi espíritu se estuviera encogiendo o retrayendo hacia el centro de mí; como si mi alma estuviera haciendo “fisión”. Justo cuando iba a terminar el proceso y me iba a quedar “desalmada”, desperté. Aproveché para ir al baño, lo confieso sin vergüenza, con miedo de que por ahí me saliera el hombre de Cromañón. Regresé y estuve luchando por quedarme despierta por media hora. No conozco otra técnica para no volver a soñar pesadillas. Me “consolaba” pensando que había soñado eso por haber visto una película “de espantos” en la tarde y fotos de una ciudad destruida en la noche.

A mediodía fui a Merced y Sonora por varios víveres; hice ese recorrido que tanto me gusta y ahora sí tomé fotos. La primera foto es de la puerta principal del edificio Juana de Arco, que es una fregonería de principios del XX (según mi ignorancia). En la segunda y terceras fotos, la parte nororiental de Juanita y su derriere, respectivamente (dan a la calzada de Tlalpan). La cuarta foto es de un botecito de basura de manufactura y diseño ecosostenibles empotrado en la pared del edificio. Parece que este edificio y la iglesia que está en la glorieta (a la izquierda del Jeanne en la quinta foto) es de lo poco que aguantó el temblor del 85 en esta zona. Respecto a la iglesia, unas disculpas al hombre de Dios al que insulté en el post anterior. He descubierto que no fue suya la brillante idea de los colores nacoloniales, sino de alguna autoridá. En la sexta foto aparece una iglesia que está casi sobre la calzada de Tlalpan rumbo al norte; esa foto la tomé en junio pasado, cuando todavía conservaba su muy fregón revestimiento de tezontle y roca volcánica y seguía muy “ruinosa”. La séptima foto, desde otro ángulo, es de hoy, avanzadas las labores de “salvación” y pintada ya con los nacolores de la capillita de la glorieta. Por alguna razón que escapa a mi intelecto, los genios de la restauración mexicana tienden a ponerle "un poquitín" en la madre a los edificios que “salvan”, desmadrándoles su estética y, según yo, anulando su restauración. En fin, supongo que alguien le gustan las cosas “bonitas y padrísimas”. La última foto es de la jotógrafa, subida en soberana estructura de acero.