sábado, 23 de julio de 2011

A donde no volveremos

El día que llegué al departamento de Martínez del Río descubrí que mi colchón (un colchón de aire) se había madreado en la mudanza y tenía una fuga. Vi Psicópata americano sobre el colchón madreado, y todavía tengo presente (adjunta a) la incómoda y molesta sensación de estar acostada sobre un colchón de aire a medio llenar mientras veía a Christian Bale matar putas en la tele. En ese departamento (el segundo departamento en el que he vivido sola) pasé mis 24, mis 25 y mis 26 años. Del último tengo, sobre todo, recuerdos pesarosos, del segundo (mi pequeña temporada en el Mictlán) recuerdos ambiguos, pero es sobre todo el primer año el que recuerdo recientemente.

Cuando llegué todavía sufría una depresión combinada con ansiedad que arrastraba de la casa paterna y que se manifestó en la Guerrero, y que, por supuesto, empaqué con todo y el chingado colchón cuando me mudé a la Doctores (luego, conforme tomaba terapia y hacía espaguetis, mi ansiedad se calmó y mi depresión se distrajo). En esa depresión exploré mi capacidad para hacerme la chaqueta mental en el temible planeta de la hipocondría; además llegué a pesar 47 kilos (“muy” flaca para mis pantagruélicas costumbres), y sufría unas pesadillas de las que no terminaba por despertar nunca: soñaba cosas angustiosas y, cuando creía que despertaba, descubría que “había caído otra vez” en la pesadilla. Una de esas pesadillas tenía que ver con un garrafón de agua cuyo sifón se accionaba solo y mojaba el piso recién trapeado del departamento al que me acababa de mudar.

Otra de las premisas de mi estancia en esa casa fue descubrir que tenía vecinos, y que éstos eran una mierda absoluta. Me explico, mis vecinos, a diferencia mía, no pagaban renta, sino que se habían endeudado por quién sabe cuántas décadas para pagar un departamento de interés social de 60 metros cuadrados en la Doctores. Sin embargo, por esos misteriosos misterios de la constitución psicológica de la seudo clase media chilanga, mis rementados vecinos, lejos de considerarse engañados por estar viviendo en una megavecindad con mensualidades infladas, se comportaban como si la vista de sus aposentos fuera la de Central Park y no las refaccionarias de Doctor Jiménez. El pleito entre mi vecino de abajo y yo, he llegado a creer, a la manera de John Lennon, que “estaba escrito en las estrellas”. Así que, en general, detestaba el lugar donde vivía hasta que cruzaba el umbral de “mi casa”, una casa a la que fui queriendo en el transcurso de ese primer año. Por ese terror a mis nacovecinos con pretensiones aristócratas, jamás abría las cortinas que daban al interior del edificio; unas cortinas blancas de ese como tejidito-encaje que nuuuuunca lavé. En cambio, solía tener abierta la ventana que daba a Jiménez, donde crece un álamo temblón que refugiaba en sus ramas parejas de gorriones (que daban hijitos en primavera) y a cuyo pie el lumpen proletariado de la Docs dejaba su basura. El pleito entre mis vecinos y la delegación para que esta última “tomara cartas en el asunto” fue prolongado, y como yo vivía en el tercer piso y las cucarachas no se metían conmigo, me valió madres. Durante el tiempo que el basurero estuvo en funciones, las madrugadas estuvieron colmadas de sonidos: los ruidos de los pepenadores que llegan (algunos desde puntos remotos de la ciudad) y buscan en la basura su sustento: ancianos, hombres, mujeres, niños que ríen cuando descubren entre los desperdicios un juguete de pilas que todavía sirve. En ese depto también tuve un voyeur, durante un par de semanas: un tipo que se estacionaba en un tsuru plateado en Jiménez y me lanzaba la lucecita de su apuntador de las juntas; fina persona, él.

Pero son los recuerdos de adentro los que hacen de esa casa un preámbulo al destierro. Hurgo al azar en la caja más valiosa que me traje cuando hice la mudanza: la vez que salieron larvas en la basura, la botella de ginebra (vacía, claro) que rompí contra una esquina de la cocina, mi cuna de Moisés junto a la ventana del estudio (y yo siempre pendiente de sus flores), el día que perdí las llaves y volteé la casa buscándolas, el clóset del estudio (donde guardaba todo lo que estuviera fuera de lugar cuando la visita tocaba el timbre de la calle), el “limo” que se formaba en la puerta de la regadera y que nunca pude quitar, la ranita fluorescente que siempre estuvo sobre el buró improvisado junto a mi cama, cuando jugaba damas chinas conmigo misma, la disposición de mis utensilios de cocina, los domingos (cuando hacía de comer: sushi o espagueti a la boloñesa con salchichas alemanas, o hamburguesas, o las pizzas que tan mal me quedaban), la vez que casi me desnuco en el estudio (no comment), mi espejo de cuerpo entero en el pasillo, la vez que me arrastré con 40 grados de temperatura hasta la regadera con miedo de quedar tarada por la fiebre, la vez que me peleé con mi gurú y mi gurú se arrancó el collar que llevaba en el cuello (meses después seguía encontrando cuentitas de cuando en cuando), la chingada cerradura que nunca sirvió, el ruido apagado de la puerta de entrada al cerrarse, todas las veces que vi entrar a mi ex gurú por la puerta (que abría desde que él tocaba la puerta de la calle) y le eché los brazos al cuello, mi insomnio, un sueño pertinaz en el que aparecía un niño, todas las veces que, mientras me preparaba el desayuno en la cocina me entraba una tristeza descomunal, los muñequitos que coloqué en las celosías del cuarto de lavado, la jirafita de peluche que dormía conmigo, el sol alzándose por la mañana y entrando desde el estudio hasta mi habitación. La vida, la casa a la que no volveré.

En las fotos: unas pesimísimas fotos tomadas desde mi estudio hacia la calle.