Durante los primeros 18 años de mi vida ignoré lo que era el
insomnio. Desde que era niña pasaba una o dos horas “pensando cosas” antes de
dormir pero creía que todos hacían lo mismo. Fue hasta que comencé a tener
novios que el sueño me comenzó a parecer anormal: el sueño de los otros, tan
plácido y sencillo. Ya en los veintes tomaba todos los menjurjes naturistas,
variando de uno a otro con resultados similares: un poco de alivio, por un
tiempo; la misma frustración al final. Todo ello entreverado con un soñar
abigarrado y trepidante en las últimas horas de sueño, por la mañana. Un soñar
que frecuentemente me ha hecho despertar pensando que “aquel sitio”, el lugar
del sueño, es el mío, y que despertar es una equivocación. A los 29 hice un
descubrimiento importante (que la ciencia médica inauguró décadas antes): las
pastas existen. Quizá Dios también, de eso no estoy tan segura. Si existe, debe
tener en su cielo a todos los primates de laboratorio que pavimentaron el
camino hacia amaneceres menos nerviosos. Y sí: solo necesitas los nudillos de
una diminuta pastilla para cerrarle la boca al insomnio. ¿Pero esa herida
primordial, zurcida con mano grosera por las farmacéuticas, por qué está ahí?
¿Es un miedo o un deseo: verlo todo, saberlo todo, jamás estar a oscuras? Ahora
me gusta ir hundiéndome en el sueño (y a veces, darme cuenta de ello): los
pensamientos se separan de las palabras y cuando intentas reconocerlos te
devuelven una imagen deformada, como en una casa de los espejos. Y resulta
divertido cómo cosas tan graves e importantes durante el día se vuelven, en esa
frontera, confusiones pueriles. Luego desapareces en el mar de cristales del
sueño.
1 comentario:
Me congratulo por el reinicio de lo que debe continuar, por el bien de quien espera enterarse del fluir de tu presencia literaria.
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