“Amor: el dolor está
iracundo conmigo”, escribió Tita Valencia en Minotauromaquia (Joaquín Mortiz,
1976; Lecturas Mexicanas, 1999), novela autobiográfica, crónica poética
intimista, ensayo apasionado sobre el amor que reúne las cualidades de un libro
inclasificable extraviado en los anales de la rareza literaria. Minotauromaquia
comienza con la promesa de novelar un desencuentro amoroso: la primera persona
que narra parece llamarnos a convivir con sus fantasmas frente al muro de sus
lamentaciones. Pero pronto la prosa se torna poética y termina ensayando en
torno al amor desgraciado. Discurre, como todo amor neurótico, por un laberinto
donde el sentido de los acontecimientos cambia con la puesta en escena del
amor: hoy promesa, un día condena, jamás presente: el amor imposible se escapa
hacia el infinito. Como todo relato autobiográfico busca la curación; exorcizar
por medio del lenguaje los demonios que afligen a la carne y al espíritu;
entonces la poesía, más allá del recurso literario, cumple las funciones del
encantamiento ritual: es una sensual y barroca oración de la hija del Hombre,
de la amante burlada que, ante el descubrimiento de las atrocidades cometidas
contra su amor, se convierte es diosa vengativa y pronuncia una condena
irrevocable contra el padre-hijo, el maestro capitán, el amigo-verdugo, a quien
receta el más amargo de los venenos: la ponzoña femenina por la cual el que fue
héroe se convierte en payaso, el demiurgo en golem. ¿Qué es más duradero que el
amor de una mujer? Su rencor.
Se
dirá entonces que Tita Valencia es una autora feminista interesada en hacer
caer la patética máscara del Gran Amor y revelarnos la larga mancha de la lepra
psicosocial del amor de la mujer entregada: la voracidad con que se consagra a
convertirse en espejo para la egomanía masculina. Sin embargo, esto sólo es un
accidente producto de su acerada lucidez; la autora nos advierte que no le
interesa el feminismo: “Yo siempre entendí que la mujer sólo es capaz de amar a
Dios en su forma viril y humana”. Así desenvuelve una neurosis mítica, por la
cual la Mujer, para no desgarrarse en un mundo hostil hacia la hembra
solitaria, se arroja a la hoguera del amor para convertirla en altísima torre,
observatorio alejado de la vanidad y de la banalidad desde el cual la
crucificada ve pasar al mundo.
Como
en toda relación de amor atormentado, hay un misterio escabroso; un algo
innombrable que es la fuerza motriz de todas las palabras y que se disfraza de
nada y burla al que sufre su desventura: la amante solitaria, tras alcanzar la
revelación, es asaltada por la demencia. Pero el que la narradora sea conducida
a un manicomio no la hace psiquiatrizar su historia ni su empresa: ¿qué queda
del amor cuando ya no queda nada? Tita Valencia se consagra a la obsesión de
los fanáticos del amor: desenmascarar a los que no creen en él: “El error
—creo— está en hacer una mística de las relaciones humanas. Se aterra al
prójimo”.
Simbólico
y alegórico siempre, se propone desentrañar el misterio entre misterios: un
tríptico (las varias caras de una relación pasional), varios rezos, los mitos
clásicos observados desde el xx,
las figuras bíblicas que un hombre y una mujer, tarde o temprano, terminan
representando. Minotauromaquia busca desarrollarse en la narrativa, sucumbe a
la poesía y, ante la incapacidad de ambas para proporcionar el alivio
catártico, recurre a la reflexión, a la autobiografía y al simbolismo; las
joyas que Minotauromaquia ofrece se encuentran en lo pantanoso de sus
reiteraciones; son luminosos aforismos y centelleantes “actos de poesía”.
Tita
Valencia nació en la Ciudad de México en 1938 y se ha desempeñado como pianista
concertista, promotora cultural en México y en el extranjero y como guionista
para Radio UNAM y los canales 11 y 13 de televisión. Es autora también del
libro de poesía El Trovar Clus de las
jacarandas (Ala del Tigre, 1995), y de Urgente
decir te amo (1932-1942) (El Colegio de San Luis, 2007), novela biográfica
que recopila la correspondencia amorosa entre su madre y su padre, fallecido
este último prematuramente a la edad de 35 años.
Texto publicado en el suplemento Laberinto, del periodo Milenio, el 28 de enero de 2012:
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