viernes, 16 de septiembre de 2011

Un lugar sobre el aire

Cerro del Quemado, 11 de septiembre


El mundo está hecho de roca. El corazón de las montañas es una eternidad congelada y sus lágrimas los guijarros que bajan a los caminos… sus lágrimas o sus cuentas o los años que suman su edad. Incluso a estas alturas (más de 3,000 metros sobre el nivel del mar) hay moscas, que rondan no sólo a los muertos sino también a los vivos. Pero bajo los zumbidos, se extiende un silencio casi mineral que de vez en cuando es azuzado por las ráfagas de aire, que vienen y van desde esta cima. El silencio es tan perfecto, la roca tan contundente, que sería petulante pensar que uno viene aquí a perturbar algo. Apenas unos rasguños sobre una hoja de papel, restos de las ofrendas dejadas por los huicholes para que el mundo continúe, excremento de caballo, mi presencia física, todo ello resulta tan superficial para la existencia del cerro que podría parecer hasta improbable. Frente a su solidez milenaria, las minas son caries minúsculas, hendiduras menores en el lecho de la eternidad. Y hube de venir al desierto a saber esto: que el mundo es un guijarro lanzado al pozo sin fondo del espacio.

En el ascenso, una foto tomada “hacia abajo”. El caminito transparente es un río pequeñito que se entuba más cercas de Real.

A esta conclusión llego en la cima del Cerro del Quemado, después de subir charlando con mi alegre guía cinco kilómetros en el semidesierto potosino que primero acometí con la resolución digna de una hija de Aztlán y al final casi a gatas y resollando. Y sobre una roca de forma y tamaño apropiados para recibir mis adoloridos glúteos (¡y mi trascendental e impalpable “humanidad”!) me senté a contemplar el paisaje rocoso: la Sierra de Catorce, una sucesión nada menor de montañas, por un lado, y al final del “mirador”, el Valle del Salado. Por el camino vi, sin orden de preferencia pero importantes para esta crónica: algunos caballos y un par de asnos cuadrúpedos (casi en Real), una “lagartija grande” de colores tornasolados, unas ruinas mineras, mucha caca de caballo, un halcón o águila o “ave grande rapaz y planeadora” planear, minúsculas flores blancas, azules, amarillas y rosas, las tonalidades magenta de la roca del cerro oxidarse hacia el ocre, las tonalidades blancas del cerro salpicarse de brillitos como de cuarzo y, lo más imponente, el cerro del Quemado a la derecha durante unos tres kilómetros. Caminante, engáñate maravillosamente bajo el aguijón del paisaje: el cerro que miras a tu derecha, sólido y firme, se mueve mientras subes. ¿Eres tú el que vuelas o es el cerro-locomotora el que huye vértigo abajo?


El Quemado también es conocido como La Muela y a esta altura empieza a “volar” mientras uno sube en paralelo.


Ya cerca del "objetivo", el ascenso se vuelve “dantesco”. Este medio kilómetro desafió los meniscos y los bronquios de “la maestra”.


                                          Very close


                                   La Sierra de Catorce

                               Los leves tonos violetas son, otra vez, de las rocas.

Así llegué a este sitio desde el que puedo aspirar a comprender la inmortalidad: porque si una piedra no está viva y sin embargo existe, jamás morirá. Desde aquí puedo abismarme en mi obsesión por las rocas. Desde aquí, y con el paisaje desbordando por mis ojos, mi aprecio por las piedras toma la forma de religión o metafísica. Las rocas: su verdadera utilidad se nos escapa y les damos, entonces, ocupaciones absurdas, frívolas, parciales cuando no pusilánimes, pero nada, en el curso de la historia humana, ha conseguido mancharlas, al menos no para la relatoría mayor: el historial sideral en el que estarán presentes mucho después del paso del hombre por el universo. Su destino es una historia enigmática: la inmovilidad o el peregrinaje, o la inmovilidad tras el peregrinaje. Hoy una persona (una brizna de carne y pulsiones sobre el manto terrestre; un pizcador-tourist de piedritas) meterá a su bolsa unos guijarros y los llevará a un sitio donde no sopla el viento. ¡Qué lejos están las rocas del llanto extenuado de una flor convertida en mortaja por alguien que decidió emparedarla entre las páginas de un libro! Imperturbables, llevan en su frío corazón la densidad del mundo, el peso del universo, la locura de los cometas, el frágil orden de las galaxias, y lo depositan, con toda la naturalidad de que son capaces, sobre una mesita o en una repisa. No puedo dejar de pensar que estoy sentada (instantánea) sobre un cerro hincado toda una eternidad en medio del desierto.


                                   Atrás, el Valle del Salado.


                                ¿Quién es la sombra: lo terrestre o su sombra?

Ellas, las piedras: ruedan por la biografía desperdigada del “Hombre”. No fue la pólvora española la que hirió de muerte al emperador Moctezuma, sino que éste rodó por las escaleras de Tenochtitlán impulsado por una roca mexicana bien acomodada en el occipital (o en el parietal o en el occipucio). Muros de piedra ardieron en Troya. Piedras impulsadas por hondas lanzan los davides de todas las épocas contra sus goliats. Muro de las Lamentaciones que recibe en sus junturas plegarias. En La Meca, enmarcado en una vulva de plata, el meteorito que el ángel Gabriel le regaló al Profeta ve pasar miles de peregrinos diariamente. Una piedra negra sobre una piedra blanca, premonición de la muerte del Poeta. Nuestro ancestro despellejó con una afilada piedra un delicioso neandertal que ardió sobre una hoguera resguardada por piedras. Los hijos del maíz se vieron alimentados durante siglos por manos amigas de metates y molcajetes. Y de roca fueron los sarcófagos que conservaron incorruptos los cuerpos momificados de los faraones. Miguel Ángel se afanó sobre una roca hasta producir en el pie izquierdo del ecce homo los principios del rigor mortis. Aquí, las rocas son necesarias para los animalitos que encuentran refugio bajo su techo y para unas biznagas pequeñitas que crecen entre ellas.


¿Qué guarda el corazón del puño?
Ya sean diamantes del tamaño de una aceituna o basuritas de cuarzo, las mujeres (y muchos hombres) tarde o temprano terminamos colgándonos piedras. El jade tiene fama de restaurar las funciones renales y de proteger el alma de quien lo porta. El cuarzo en general “limpia” los ambientes y a las personas. En la India antigua se creía que el que portaba un diamante estaba protegido contra el veneno, el fuego, los malos espíritus y los ladrones. Una esmeralda es esencial para arrebatarle al mundo la gloria personal, y una obsidiana (espesamente negra o licuada con alas de colibrí) será útil para quien quiera ver entre las sombras (el espejo humeante prehispánico podría ser, en su interpretación más elemental, un espejo de obsidiana tornasol). El ópalo (demonio de los espejismos), sin embargo, sólo debe ser usado por aquellos que tengan claridad mental e integridad espiritual: entre sus poderes se encuentra el de la premonición y la clarividencia onírica; entre sus peligros, la locura. La negrísima piedra de luna, por su parte, promueve un sueño reparador. Una gema que se pierde no nos pertenece y una que se quiebra ha cumplido su función de amuleto protector. Nada, sin embargo, ha probado que todo esto sean más que supersticiones, y no ha habido, por otro lado, razones suficientes para convencer a todos aquellos que se cuelgan rocas de que sólo van por ahí cargando guijarros, más o menos valiosos.
Una piedra blanca de corazón negro.


También han servido de apoyo al afán de inmortalidad: escribir tu nombre o el de quien amas en una podría parecer propio de un cabeza dura, pero es por esta práctica que sobrevivieron el calendario azteca y las historias y cosmogonías egipcia y maya, por citar ejemplos monumentales del arte nada abstracto de escribir sobre la roca. Y por asociación básica, las palabras: de la palabra original, los continentes lingüísticos, y de ellos las cordilleras de lenguas, sus vetas familiares entre una montaña y otra, que en su aislamiento constituyen idiomas. Luego las piedras son palabras que al rodar por los caminos alojan minerales propios de otras cordilleras, moho del camino. De su rumor/rodar nacen las canciones; una maldición es una palabra arrojadiza, una mentira una piedra escondida en el bolsillo. Quizá el poema no sea sino una piedra afortunada que logra hacer caer a otras que la acompañan en su música.


A lo lejos, la lejanía

Llegó la hora de bajarme de mi viaje: buena suerte y mejor corazón me desean todos los guijarros esparcidos en la cima del Quemado. Hasta luego al inmenso horizonte a mis pies; mucho gusto a la Sierra de Catorce y al aire fresco y limpio en mis pulmones. Otro día será cuando vuelva, como una piedra, a rodar por estos caminos.

Soy de sombra.

2 comentarios:

FRANCISCO PINZÓN BEDOYA dijo...

Claudina: me llenó de gozo leer tus poemas en prosa, en especial éste. En mi Facebook hice una alusión a este poema, sin tu permiso

Ofrezco mis disculpas por ese atrevimiento

Un abrazo desde Colombia

FRANCISCO PINZÓN BEDOYA dijo...

Claudina: me llenó de gozo leer tus poemas en prosa, en especial éste. En mi Facebook hice una alusión a este poema, sin tu permiso

Ofrezco mis disculpas por ese atrevimiento

Un abrazo desde Colombia