sábado, 23 de julio de 2011

A donde no volveremos

El día que llegué al departamento de Martínez del Río descubrí que mi colchón (un colchón de aire) se había madreado en la mudanza y tenía una fuga. Vi Psicópata americano sobre el colchón madreado, y todavía tengo presente (adjunta a) la incómoda y molesta sensación de estar acostada sobre un colchón de aire a medio llenar mientras veía a Christian Bale matar putas en la tele. En ese departamento (el segundo departamento en el que he vivido sola) pasé mis 24, mis 25 y mis 26 años. Del último tengo, sobre todo, recuerdos pesarosos, del segundo (mi pequeña temporada en el Mictlán) recuerdos ambiguos, pero es sobre todo el primer año el que recuerdo recientemente.

Cuando llegué todavía sufría una depresión combinada con ansiedad que arrastraba de la casa paterna y que se manifestó en la Guerrero, y que, por supuesto, empaqué con todo y el chingado colchón cuando me mudé a la Doctores (luego, conforme tomaba terapia y hacía espaguetis, mi ansiedad se calmó y mi depresión se distrajo). En esa depresión exploré mi capacidad para hacerme la chaqueta mental en el temible planeta de la hipocondría; además llegué a pesar 47 kilos (“muy” flaca para mis pantagruélicas costumbres), y sufría unas pesadillas de las que no terminaba por despertar nunca: soñaba cosas angustiosas y, cuando creía que despertaba, descubría que “había caído otra vez” en la pesadilla. Una de esas pesadillas tenía que ver con un garrafón de agua cuyo sifón se accionaba solo y mojaba el piso recién trapeado del departamento al que me acababa de mudar.

Otra de las premisas de mi estancia en esa casa fue descubrir que tenía vecinos, y que éstos eran una mierda absoluta. Me explico, mis vecinos, a diferencia mía, no pagaban renta, sino que se habían endeudado por quién sabe cuántas décadas para pagar un departamento de interés social de 60 metros cuadrados en la Doctores. Sin embargo, por esos misteriosos misterios de la constitución psicológica de la seudo clase media chilanga, mis rementados vecinos, lejos de considerarse engañados por estar viviendo en una megavecindad con mensualidades infladas, se comportaban como si la vista de sus aposentos fuera la de Central Park y no las refaccionarias de Doctor Jiménez. El pleito entre mi vecino de abajo y yo, he llegado a creer, a la manera de John Lennon, que “estaba escrito en las estrellas”. Así que, en general, detestaba el lugar donde vivía hasta que cruzaba el umbral de “mi casa”, una casa a la que fui queriendo en el transcurso de ese primer año. Por ese terror a mis nacovecinos con pretensiones aristócratas, jamás abría las cortinas que daban al interior del edificio; unas cortinas blancas de ese como tejidito-encaje que nuuuuunca lavé. En cambio, solía tener abierta la ventana que daba a Jiménez, donde crece un álamo temblón que refugiaba en sus ramas parejas de gorriones (que daban hijitos en primavera) y a cuyo pie el lumpen proletariado de la Docs dejaba su basura. El pleito entre mis vecinos y la delegación para que esta última “tomara cartas en el asunto” fue prolongado, y como yo vivía en el tercer piso y las cucarachas no se metían conmigo, me valió madres. Durante el tiempo que el basurero estuvo en funciones, las madrugadas estuvieron colmadas de sonidos: los ruidos de los pepenadores que llegan (algunos desde puntos remotos de la ciudad) y buscan en la basura su sustento: ancianos, hombres, mujeres, niños que ríen cuando descubren entre los desperdicios un juguete de pilas que todavía sirve. En ese depto también tuve un voyeur, durante un par de semanas: un tipo que se estacionaba en un tsuru plateado en Jiménez y me lanzaba la lucecita de su apuntador de las juntas; fina persona, él.

Pero son los recuerdos de adentro los que hacen de esa casa un preámbulo al destierro. Hurgo al azar en la caja más valiosa que me traje cuando hice la mudanza: la vez que salieron larvas en la basura, la botella de ginebra (vacía, claro) que rompí contra una esquina de la cocina, mi cuna de Moisés junto a la ventana del estudio (y yo siempre pendiente de sus flores), el día que perdí las llaves y volteé la casa buscándolas, el clóset del estudio (donde guardaba todo lo que estuviera fuera de lugar cuando la visita tocaba el timbre de la calle), el “limo” que se formaba en la puerta de la regadera y que nunca pude quitar, la ranita fluorescente que siempre estuvo sobre el buró improvisado junto a mi cama, cuando jugaba damas chinas conmigo misma, la disposición de mis utensilios de cocina, los domingos (cuando hacía de comer: sushi o espagueti a la boloñesa con salchichas alemanas, o hamburguesas, o las pizzas que tan mal me quedaban), la vez que casi me desnuco en el estudio (no comment), mi espejo de cuerpo entero en el pasillo, la vez que me arrastré con 40 grados de temperatura hasta la regadera con miedo de quedar tarada por la fiebre, la vez que me peleé con mi gurú y mi gurú se arrancó el collar que llevaba en el cuello (meses después seguía encontrando cuentitas de cuando en cuando), la chingada cerradura que nunca sirvió, el ruido apagado de la puerta de entrada al cerrarse, todas las veces que vi entrar a mi ex gurú por la puerta (que abría desde que él tocaba la puerta de la calle) y le eché los brazos al cuello, mi insomnio, un sueño pertinaz en el que aparecía un niño, todas las veces que, mientras me preparaba el desayuno en la cocina me entraba una tristeza descomunal, los muñequitos que coloqué en las celosías del cuarto de lavado, la jirafita de peluche que dormía conmigo, el sol alzándose por la mañana y entrando desde el estudio hasta mi habitación. La vida, la casa a la que no volveré.

En las fotos: unas pesimísimas fotos tomadas desde mi estudio hacia la calle.

jueves, 9 de junio de 2011

TRÁNSITO


429. Tránsito (Poesía)

Claudina Domingo

2011, 92 pp.


Trazar una ciudad desde sus orígenes, recrearla en su fundación como un plano espacioso y levantarla a través de las imágenes, es la apuesta que Claudina Domingo emprende en Tránsito, libro de poemas que cantan y cuentan los pasos de un flâneur en territorio descifrable. Tomando a la ciudad de México como escenario y recipiente, la autora entreteje su voz con la de algunos cronistas como Bernal Díaz del Castillo y Bernardo de Balbuena, logrando así una urdimbre urbana en la que se yuxtaponen las imágenes de una ciudad personal y una ciudad histórica. Este volumen fluye a partir de los testimonios íntimos de la experiencia, donde los versos intencionalmente montados hacen un llamado a multiplicar los sentidos. (contraportada)

lunes, 16 de mayo de 2011

Contra el insomnio


El hombre tropieza conmigo, cae, se queja, se sienta sobre mí (se está sobando un tobillo). Luego se pone de pie y comienza a quitar las ramas que cayeron la noche anterior, durante la última tormenta. Me golpea con la palma de la mano; me gira. Estará pensando en lo que puede hacer conmigo. Me levanta, toma aire y me saca de lo profundo del bosque.

El hombre camina rápido (debe ser un hombre fuerte y vigoroso) y aunque su respiración me tranquiliza su pulso agita mi corazón. Luego, poco a poco, su paso toma un ritmo cadencioso, casi tranquilizante. Debemos ir por la llanura: sopla un aire leve que alcanzo a sentir y que debe despeinar el cabello del hombre que me carga. Sólo me queda imaginármelo; tengo los ojos cerrados, más bien, ya no tengo. Tuve miles de ojos verdes, livianos, pero entonces sólo veía: un paisaje que ahora recuerdo aéreo, verde (oscuro o claro según la hora del día), pero sólo ahora tiene significado ese recuerdo (sólo ahora es un recuerdo) porque antes, aéreo y perfecto como era, no conocía ni el pensamiento ni las palabras. Ésas llegaron con el rayo, un rayo de lengua viperina que me desgajó por arriba y por abajo. Mientas caía tuve conciencia de lo que había sido, pero no me dolió caer. En cuanto estuve en el suelo descubrí que al suelo pertenecía. Aquí puedo escuchar y suponer lo que ocurre en el bosque. Así, con el oído pegado a la tierra, que transmite los rumores de los animales que cavan en su interior y las carreras de los que corren sobre su superficie. Con el otro oído oigo pasar a las aves en el cielo y los afanes de las ardillas en los árboles. Suponer, “adivinar”, imaginar, ahora que no tengo ojos y estoy inmóvil me muevo entre los verbos de los seres que meditan. He aprendido a distinguir el peso de las ardillas del peso y el paso de un armadillo; comenzaba a diferenciar los distintos tipos de orugas sobre mi corteza cuando empezó mi viaje.

Hacemos un alto en el camino. La yerba es más corta en donde estamos. El hombre se aleja, estira las piernas, se acerca de nuevo. Se sienta cerca de mí. Algo piensa, puedo sentir incluso que ha dejado de respirar. Me toca, esta vez es una caricia que empieza desde la mitad de mi cuerpo y desciende amplia y abierta. Se ha dado cuenta de que parezco una mujer que yace de costado. Me toca el vientre con los dedos. Se arrodilla junto a mí. Examina las ramas que podrían ser piernas. Tendrá que trabajar un poco en ellas con gubias y lijas para formar rodillas, femorales. La grupa quizá solo tenga que lijarla. Me acaricia de nuevo. Busca si hay algo con qué formar senos. Algo hay, aunque por la posición de mis ramas-brazos tendrá que conformarse con la idea de senos, más que con tetas verdaderas. Sí, con un poco de trabajo puedo descansar junto a la chimenea, voluptuosa y deseada.

El hombre que me lleva suspira, puja y me levanta; en realidad, me toma entre sus bazos, casi con cuidado. Ahora me abraza. Me carga como si fuéramos unos recién casados llegando de la iglesia (una atropellada a la que un campesino encontró junto al tren) “primos jugando a ser esposos” /una anciana llevada a dormir por su hijo/ ::como si me hubiera quedado borracha sobre la mesa:: …como si fuera la hija muerta a quien su padre saca de la casa incendiada… Avanzamos más lentamente, me voy haciendo más pesado, incomprensiblemente pesado, ¿será que el cansancio me vence? El hombre se esmera por no perturbar mi creciente reposo, pero ya peso mucho; me vuelve a poner en el piso. Me levanta de nuevo y comienza a caminar en otra dirección, hacia nuestra derecha.

Avanzamos muy lentamente, adentrándonos de nuevo en el bosque. El ambiente se hace más húmedo. Alcanzo a escuchar el rumor de un río. Vuelvo al piso: la música del agua deletrea mi nombre más oscuro. El hombre me acaricia de nuevo; sus manos tiemblan. Se desnuda. Me carga de nuevo. Escucho cada vez más cerca el agua y los pies de mi Morfeo chapotear trabajosamente, conmigo en brazos. Soy cada vez más pesado. El hombre hace un gran esfuerzo para llevarme río adentro, donde elagua le toca el torso y me cubre casi por completo. Ya casi dormido, creo escucharle decir: “Nadie más te verá como yo te vi”. Entonces me suelta, y desciendo…

domingo, 1 de mayo de 2011

La pesadilla más horrible de mi vida (19/12/2010)

Soy adolescente otra vez. Estudio la prepa, seguramente. Y estoy en el Estado de México; lo sé porque exponemos temas relacionados con él: cultura o economía, cosas por el estilo. Nuestras exposiciones son rápidas y grupales. Uno de los grupos empieza a hacer una exposición que me permite saber cuál es la realidad (me doy cuenta de que soy una fuereña): mencionan nombres de grupos de bandas y criminales que me suenan extravagantes; apodos de matones que caen para ser sustituidos por otros apodos de matones. La clase termina, caminamos en grupo hacia la salida; estamos cerca de la calle cuando nos intercepta un grupo de muchachos, de nuestra edad, con arma corta. Nos zahieren con cualquier cosa. No alcanzo a escuchar, sólo me doy cuenta de que me encuentro entre el grupo de chicos de la exposición denunciante, y tengo la impresión de que esto puede acabar muy mal. También me doy cuenta de que vengo vestida muy llamativamente: traigo unas mallas y una minifalda; chaqueta negra de cuero. Y sí, justo cuando el jefe de la banda se da la vuelta con sus hombres, una estudiante le dice algo relativo a los güevos. Gran error. El chico se regresa, le dice que él tiene todos los güevos del mundo, pero que si le faltan, no hay problema; a su lado siempre hay alguien que tiene muchos y que, al contrario que él, “no tiene corazón”. “Te voy a demostrar.” Me he apresurado mucho cuando él se dio la vuelta y ahora estoy hasta el frente del grupo. Me toma el cabello con una mano y me tira al suelo. Llama a alguien. Un gordo se acerca; trae una escopeta en la mano. Alguien me levanta, de nuevo del cabello, y me indica la dirección a mirar y la posición a asumir. Estoy de frente a los estudiantes. Están nerviosos, pero se ven decididos a no aflojar su discurso relativo a los güevos. Busco los ojos de mis compañeros, intentando mandar un mensaje que les indique que mi vida está en sus manos, pidiéndoles que cedan. Estoy callada y relativamente tranquila; pienso en que todo debe salir bien; éste no puede ser mi último día. Todo me parece una locura, y el miedo se siente en el aire; “somos tan poca cosa sin una pistola”, pienso. De pronto siento el cañón de la escopeta en el cráneo. Se acabó la dignidad; me flaquean las rodillas. Hay gritos: algo dicen de que si la vida de esta perra no vale nada. Me echo al suelo, comienzo a llorar. Comienzo a suplicar. Sé que es el acto más indigno, me siento profundamente avergonzada de mí misma, pero creo no tener otra salida. “No los escuches, le digo al chico que da las órdenes, yo sí te creo. No me mates.” Por respuesta obtengo que el gordo me acaricie la cara con la boca del cañón de la escopeta. Sigo llorando desconsoladamente. Cierro los ojos. Siento al gordo apuntar a mi cráneo. Ya basta; que jale del gatillo. Mejor no, quiero vivir. Que esta mierda se acabe. Los miembros de la gavilla estallan en risas a causa de la escena que les he regalado. “Una vieja chillona más.” Puta y chillona, dice alguien. “Como todas.” Me levantan del pelo; miran a los otros jóvenes retadoramente, me avientan hacia ellos. Se dan la media vuelta.

Sí, estoy bien, no, no quiero agua; déjenme en paz; casi me matan por culpa de ustedes. Pienso salir por otro sitio, ¿pero por dónde? Ni siquiera conozco esta escuela; parece enorme; debe ser un CCH. Hay unas escaleras frente a esa reja que sirvió de mi paredón. Ahora me doy cuenta de que los chicos armados nunca entraron por esa reja, una malla metálica en realidad. Había un agujero, y yo cometí el error de salir demasiado pronto por el agujero. Los estudiantes siempre estuvieron del lado seguro de la malla, y yo, como una cucaracha, aplastada desde el otro lado. Los estudiantes están nerviosos, pero parecen resignados. Seguramente esto ocurre aquí a diario. Las “escaleras” no son en realidad unas escaleras; los escalones son muy altos y están cubiertos en partes por vegetación: parece una escultura rota habilitada como una peligrosa escalera. Subo por ahí. Voy a bajar por otras escaleras (éstas de verdad) cuando veo que desde esa dirección se aproximan unos hombres armados. Me doy la vuelta, junto con los otros chicos, que ahora sí se ven asustados. Deduzco que esto no es normal.

Regreso por donde venía. Comienzo a saltar los escalones cuando veo entrar por el agujero a los chicos de la primera banda. Subo trepando las escaleras. Es absurdo, es demente; estamos a punto de ser atrapados en fuego cruzado. Uno de los que entró por el agujero me alcanza, me toma del brazo. Me dice: “Vas a fingir que eres mi novia”. Me doy cuenta de que el lugar está lleno de chicas que gritan y suplican; y de chicos armados que las conducen como escudos humanos. Alguien oficia como amedrentador de masas; grita: “A las de cabello corto, las rapamos”. Se acerca a una; trae una navaja en la mano. Le corta un mechón de cabello. No es en serio; es sólo terror psicológico. Pasa junto a mí y hace lo mismo. Su estrategia funciona: tiemblo de miedo. Además, no fue muy cuidadoso: me tocó el cuello, tengo una herida. “Mi novio” me tranquiliza: “es sólo un rasguño. Ese pendejo no hace daño; de lo único que es capaz es de violar niñas”. Me sonríe. Me simpatiza. ¿Me simpatiza? Me doy cuenta de que estoy sufriendo síndrome de Estocolmo. ¡Hasta me empiezo a sentir enamorada de él! Es mi hombre; es mi salvador. Desde un portón al fondo del pasillo (se trata de un pasillo donde convergen las dos escaleras) entran los miembros de la otra banda, los que venían desde adentro del plantel. “Al suelo”, grita alguien. Los chicos armados nos abrazan (somos novios, recuerdo) mientras nos apuntan con sus escuadras. No quiero morir hoy; no quiero. Me aferro a “mi novio”; lo abrazo, incluso actúo como si fuera su novia. Ni que fuera necesario. Se trata de una falsa representación. La escena es macabra: todos estamos hincados en el piso; las chicas abrazadas fuertemente por jóvenes armados. Los jóvenes que han entrado (también armados con escuadras) y no saben qué hacer; no se animan a disparar. Frente a mí, de espaldas, se encuentran de novias de un matón dos chicas; las reconozco, estaban en mi clase. Desde atrás de mí surge un chico: sólo veo su brazo y la daga de veinte centímetros que trae en la mano. Se la hunde por la espalda, a la altura del corazón, a la chica que tengo en frente. ¿Qué pasa? ¿Por qué hizo eso? ¿Está drogado? ¿Estoy alucinando? Esto es maldad. Incluso para el contexto, eso es violencia innecesaria.

Se acabó la calma chicha. Los hombres que nos abrazan se levantan y se cubren entre las columnas; los que vienen llegando comienzan a disparar. Las mujeres corremos. Veo las falsas escaleras; voy de bajada, me voy a romper las rodillas, pienso. En el pasillo se escuchan disparos, gritos, amenazas. Me van a matar, reconsidero. Me aviento escaleras abajo. Me sorprende la facilidad con que bajo, casi parezco una atleta. Observo que detrás de la malla metálica y por adentro de ella hay militares. Aguardan en la posición de siempre de los militares. Doy vuelta a la derecha. Ahora sé dónde está la salida. Al final de unas largas escaleras de piedra. Primero hay una reja de barrotes gruesos. La reja se abre y entra una mujer con cámara de video. Una periodista, pienso; estamos salvados: los militares no dispararán contra nosotros. Comienzo a subir las escaleras. Seré la primera en escapar. Voy a ver a mis padres; estarán alegres de que esté viva. Entonces escucho la metralla de los militares. Es un sonido espantoso; un sonsonete turbio y aterrador. Corro más rápido. Disparan hacia acá. No es posible. ¿Por qué me disparan? Estoy a dos metros de la puerta. No puede ser. No siento dolor, pero veo mis pies llenos de sangre. Pienso en todo lo que hice para salvar la vida, y venirla a perder de esta manera. No puede ser. Me toco el pecho: ojalá sea un pulmón y no el corazón. También tengo la impresión de que tengo unos agujeros en la cadera. Que tenga remedio; que me cosan los doctores. Se me nubla la vista; veo las escaleras como si estuvieran cubiertas de humo; las lámparas de la calle parecen siniestras antorchas. Estoy aterrada. Me voy quedando sin mente. No puede ser: “era tan joven, tenía tantas cosas qué hacer (mis padres; la morgue; mi cuerpo destrozado)” alcanzo a pensar, mientras toco la puerta de la entrada, casi a gatas. “No puede ser.” En serio voy a morir. Escucho entonces, y ello me convence de que voy a morir, la voz se Lisa Gerard. Cierro los ojos y entonces pienso: “No puede ser; debe ser un sueño”. Y abro los ojos.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Instantánea 004: Faramalla

Desde que sales a dar tu paseo notas algo hacia el poniente, un polvo que se hace humo, un humo que casi es veneno. Avanzas entonces hacia el norte, un poco intrigada por esa gran olla de tamales que se quemó, pero al cruzar Arcos de Belém ya no puedes ignorar la mancha en la tarde dominical: una ambulancia te obliga a decidir entre el arroyo y la ciclopista, por donde avanza. Decides seguir a los
curiosos a Enrico Martínez y Chapultepec donde un carro de bomberos, tres ambulancias y seis patrullas montan la escena: hay un incendio en la Televisora. No es que sea un fraude, pero has visto peores incendios (uno) con menos bomberos para contrarrestarlo. El camioncito de bomberos se estaciona (para ello tarda una eternidad), luego abate la escalera vertical (para lo cual emplea dos eternidades y media), posteriormente sube en un corralito a dos bomberos (que tardan tres eternidades en llegar arriba), cuando casi han llegado algo pasa, y el corralito empieza a descender a trancos. Evidentemente, se trata de una aburrido guión cómico televisivo: algo así como Adal Ramones (sin Adal Ramones, gracias a Dios), pero también sin las chichis y las nalgas que hacen entretenidos los aburridos programas de la Televisora. Los bomberos descienden en el corralito. Mientras sucede toda la faramalla del camión, la escalera y el corralito, han llegado y se han ido (porque no tiene ningún sentido su presencia) una unidad de cuidados intensivos, una cuatro por cuatro muy naiz que dice Rescue, cinco patrullas más y un montón de mirones. “¿Se va a caer el edificio?”, pregunta angustiado un niño, mientras un mamón con cara de mamón, pinta de mamón y pose de mamón da su parte por radio: “Es algo inédito, wey; primero se fue la luz en todo el edificio, wey, lo cual es verdaderamente inédito, wey”. Los bomberos deciden subir mecánicamente (es decir, por sus propias patas) por la escalerilla y miran por la ventana del penúltimo piso, donde tiene lugar la tragedia de la olla de tamales. El humo no es tan tóxico, o por alguna razón el bombero más cercano a la ventana se quita
la mascarilla y acerca la cara. Baja por la escalera. Los policías de tránsito le dan como locos al pito (perdón, así me salió). Dos o tres automovilistas les responden con la diana por todos conocida. La verdad es que para ser un gran incendio en la Televisora (ocho columnas con las que probablemente se venda el acontecimiento; más “momentos de angustia y desesperación se vivieron en…”) se trata de una gran faramalla: es decir, de poca cosa vendida bajo luces de neón y orquestada, en este caso, por todo el aparato de emergencias de la zona centro de la ciudad. Decides regresar a casa, con la mancha de humo-gas de la tarde.
 

martes, 16 de noviembre de 2010

Instantánea 003: Afanes

“Museo Nacional de Antropología” está grabado en la base de mármol del ídolo de piedra: réplica u original de un dios inmisericorde con quien el tiempo (o el presupuesto) ha sido cruel: tiene la nariz rota, un pómulo hundido y unos mechones de musgo verde en las sienes. En la banqueta, a sus pies, un anciano barre; la vejez lo tomó desprevenido mientras se inclinaban a recoger los lentes: perpetuo imitador del niño que asume la posición “de burro” para que lo salten. Usa unos tenis escolares que fueron blancos, y su suéter bien pudo dar a la basura cuando su antiguo dueño se vio al espejo y pensó: “podría estar dándole de martillazos al muro de Berlín con esta cosa puesta”. El diminuto viejo barre, sin embargo, con toda la energía que su cuerpo le permite. La escoba (un palo largo con ramitas atadas a su punta) se desplaza casi paralela al suelo, movida de izquierda a derecha y de adelante hacia atrás por el cuerpo que la sostiene: curioso y fragilísimo péndulo. El barrendero no descansa ni se apresura: se esmera cuidadosamente. Bajo una esquina del pretil de mármol, un puñado de inmundicia se le resiste. El anciano cambia de estrategia: mete la punta posterior de la escoba y una lluvia de pedacitos incógnitos sale despedida; ya puede reanudar la tarea. ¿Por qué tanto afán? El viejo no es un trabajador de limpieza; se trata, evidentemente, de uno de los miles de indigentes de la ciudad, y como los demás, probablemente “padece de sus facultades mentales”. Quizá piense que él también es un barrendero, y los “verdaderos” trabajadores de limpia que a esta hora pasan por Reforma le prestan una escoba para que desempeñe su “labor”. Parece tener perfectamente calculado su trabajo al pie del monigote prehispánico; es casi seguro que se trata de su ritual o su ejercicio matutino. ¿Logras ver, a través de tu afanosa distimia, el desmedido (aparentemente inútil) afán de La Vida; su enigmática sencillez que infunde ánimo a Los Vivos? Que no te entristezca la miserable vejez del falso barrendero, quizá el ídolo a cuyos pies se esmera se compadezca de él y le provea suficiente aguardiente este invierno para sobrevivir a su crudeza o para bajar al Mictlán sin demasiados aspavientos. No te burles de tu ocurrencia; no sabes el precio que pueda tener a los ojos divinos una afanosa limpieza matutina.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Instantánea 002: Hombre llorando

El pasillo es largo, y el sol sorbe su tuétano de vecindad. Al final (hacia el destino) hay una bugambilia, algunos cactus y la boca de un tinaco enterrado. Me asomo buscando a la gata, y entonces lo veo cruzar al pasillo: es el vecino del 7. Un hombre que saluda ásperamente; alto, delgado, “curtido”, dirían, relativamente joven; de esos hombres en los que algo de adolescencia se alarga sobre sus veintes convertidos en treintas.

Camina desguanzado, arrastrando los pies: gime y llora. Se lleva las manos al rostro y se talla los ojos como un niño pequeño. Gimotea desconsolado bajo el sol frío de noviembre. Tras él avanza, respetuosa, una rara comitiva: un hombre mayor con pinta de ser su padre, un adolescente del que no capto mucho y una niña que monta un triciclo. Van con él, ¿pero a dónde y desde dónde? ¿En serio van con él? ¿Sólo porque están atentos a su dolor son su familia? Podrían ser, simplemente, un abuelo y sus nietos que salen de otro departamento (previamente abierto) y a quienes que les toca caminar tras él. Un abuelo y sus nietos que no pueden evitar mirarlo, intrigados por su pena, pero que procuran caminar despacio, a cierta distancia de él, para no avergonzarlo.

Por otro lado, él parece desgraciado, pero las personas tenemos ideas muy particulares de la desgracia. Si en este momento no diera guardar al archivo y lo borrara sin querer, sería desgraciada. Si pierde el Chivas o el América (o cualquier otro pésimo equipo de pésimo fútbol mexicano), hay personas que son desgraciadas. Entonces, ¿qué lo hace desgraciado a él? Puede ser una “verdadera desgracia” (la muerte de su novia o de su madre; el encarcelamiento de un hermano), una desgracia común (su novia mandándolo a la goma; su novia confesando una infidelidad; una deuda no pagada) o una desgracia infantil (el equipo que pierde el partido, una pelea común con la novia). Pero ya sé que empiezan a reprocharme una prosa vulgarmente inquisitiva: ¿su traducción poética sería la de un hombre rudo que camina gimoteando bajo el sol frío de noviembre?

Instantánea 001: Bolsa de basura asomando de un registro

Acababa de comer como troglodita y de ver Peeping Tom mientras me tomaba una botella de vino tinto, así que tuve un acceso de sed que me obligó a salir a la tienda de noche, bajo el frío emperador. Antes, ella me había pedido que la dejara salir. Cuando abrí la puerta, una silueta a ras del suelo llamó mi atención. Sobre un registro veo un animal en posición vigilante: “es el Cancerbero”, pienso, y siento los ovarios avanzar hacia mi estómago. “Vamos”, me reprendo, “¿no pensarás que realmente existe el Cancerbero y que ha venido a acecharte hasta la puerta de tu casa?” Mi mariconería y mi represión a ella me hacen acercarme más, aunque cautelosamente, y entonces veo un ciervo sacrificado: está quemado, vivo, y todavía sangra; lo veo respirar dificultosamente. Mis ovarios se me han atascado en el esternón, pero me acerco un poco más, aterrorizada pero también intrigada: ¿de dónde salió un ciervo en la colonia Doctores para morir calcinado sobre un registro de vecindad? Entonces la veo, agonizando, abierta en canal. Alguien ha perpetrado contra ella el acto más atroz, la quemó en la estufa y la sacó a respirar su agonía al pasillo. Un “hijo del diablo”, diría Mateo en su protoevangelio, empezó el trabajo y lo dejó sin concluir. “No puede ser”, pienso, y me acerco otro poco, despacito (tengo algo amargo en la garganta: ¿mis ovarios?). Doy otro paso, y entonces una luz que había estado escondida tras un edificio me muestra lo que la miopía y la oscuridad han tergiversado: una estúpida bolsa negra de basura que sale del registro y que se parece al Cancerbero vigilante, a un ciervo herido y a mi gata sacrificada. Uf, pinche imaginación desquiciada.

INSTANTÁNEAS

Tomando en cuenta que mi tránsito por la vida (jaja) me va llevando hacia la prosa, y considerando que todavía no soy lo suficientemente solvente prosísticamente hablando para escribir un "cuento decente" (dijeran por allí), me he propuesto una serie de ejercicios que tienen por objeto "que me enseñe" a ESCRIBIR. Seré específica: Instantáneas es un proyecto sin financiamiento federal, local y/o familiar (faltaba más) que tiene por objeto ayudarme a desarrollar las siguientes habilidades narrativas (podría pedir una beca con tanta labia): la descripción narrativa (sic), la tensión misma (sic) y la exploración (aunque sea mínima; seguramente será mínima) de los elementos presentados en cada viñeta. Este experimento cuenta con la ventaja de tener únicamente dos restricciones: a) constituir una "imagen" que pudiera ser fotografiada (una instantánea) y b) no rebasar las 400 palabras en su redacción. Es probable que fracase en algunos (o muchos) de mis intentos, pero eso no lo sabré "instantáneamente". Agradeceré a los lectores/lectores su lectura y apreciaciones, y a los lectores/escritores su lectura crítica (aunque sea hagánmela saber cuando están ebrios, no sean gandallas). 

Ah, y por cierto, si saben de alguien que YA tenga un proyecto similar bajo el mismo título, avísenme, para que le cambie el título y no quede como imbécil.

sábado, 2 de octubre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

Extrañar una ciudad

Por razones que no vienen al caso (bueno, por mi maldita pobreza), desde abril voy dos veces a la semana, todo el día, a la Ciudad de los Chorizos. Así que me quedan 3 días hábiles para realizar las actividades que debo realizar en días hábiles, y los fines de semana, que dedico a lo que antes dedicaba y a intentar llevar a cabo lo que no pude realizar en mi semana de tres días.

No desperdicio la oportunidad de aprender algo de esta experiencia: a) la necesidad es reina y b) el tiempo nunca alcanza para las cosas importantes y siempre se puede desperdiciar en estupideces. También estoy aprendiendo a ser más disciplinada y el gran arte de decir "nel", "ni madres", "a güevo que no". Digo que estoy aprendiendo porque aún no lo domino; espero que para finales de año sea más diestra al respecto.

Pero hay otra cosa que ha cambiado: cuando estoy en mi ciudad, normalmente estoy contra ella: contra su maldito tránsito, contra sus horarios (muchos de ellos rancheros), contra las distancias, etc., y ahora tengo que hacer malabares para alimentar uno de mis placeres preferidos: caminar, perderme por la ciudad un par de horas.

Esas caminatas, que antes hacía sin mucha conciencia, resultan indispensables para mi ser. Mi Ser, valga aclarar, constantemente muda de la alegría al desasosiego; de la fuerza moral al hartazgo; de la depresión a la furia; de la furia a la depresión; de la tristeza a la flojera. Esas caminatas me restituyen algo de mi Ser adolescente: del universo de las posibilidades; del tiempo en que no existía el tiempo; del mundo donde no existía el mundo y se podía soñar eternamente, como mecido entre barandales y balcones, calles y callejuelas, avenidas y parques; y cuando ni siquiera yo sabía por qué era feliz, o por qué me embargaba una melancolía que, sin embargo, disfrutaba. Cuando era poeta, aunque nadie supiera que era poeta, o porque nadie sabía que era poeta.

Cuando camino por la ciudad, sin saber a dónde voy o perdiéndome a propósito, las cosas adquieren otras dimensiones. Vuelvo a estar sola otra vez; vuelvo a no necesitar de nadie y mis pensamientos surgen de otra manera: sé lo que me preocupa, lo que me importa; reconozco lo que me molesta y puedo observar mejor mi trayecto: hacia atrás, lo que llamamos pasado; hacia adelante, lo que denominamos futuro. Entonces soy mi casa y el camino es mi ruta.

Extraño mi ciudad; tanta palabrería para decir algo tan claro: extraño mi ciudad.

lunes, 7 de junio de 2010

caminos lejanos

A veces me quedo a dormir el sábado en casa de mis papás, donde viví entre mis 6 y mis 23 años. Antier fue uno de esos días. Por la mañana del domingo Abril me despertó porque quería salir a pasear por el jardín (mau mau). Me levanté con ella y dejé en la puerta del estudio de mi apá una nota que decía más o menos así: "Voy a salir a caminar un rato para bajar los tlacoyos de anoche. 8:30 Regreso como en hora y media". Digo que decía más o menos así porque mi caligrafía es terrible; cuando tomo notas a mano sé que debo pasarlas a máquna lo antes posible porque si no, ya no entiendo ni madres después. Salí de Aztecas y bajé hacia el periférico entre calles polvorientas y, afortunadamente, vacías de caminantes. Llegué a periférico y caminé hacia "arriba", crucé en el puente anterior a la Ollin y seguí caminando, muy rápido y con la zancada un poco larga, por aquello de los tlacoyos. Me metí a Cuicuilco. Subí el "montículo central", del que tengo un recuerdo, como dijera Stendhal (paráfrasis, ojo, no cita), de esos que son intrascendentes, pero al mismo tiempo imborrables. Cuando iba como en tercero de secundaria (del otro lado de Perifèrico, en Selva), empecé a sentir hambre de calles. Me iba de pinta yo sola y lo único que hacía era caminar: a veces iba a Coyoacán, otras a Ciudad Universitaria y algunas más a Cuicuilco. Me gustaba mucho subir el montículo central, nombre poco cariñoso y bastante vago conque nuestros próceres del INAH han apodado a lo que fue el centro ceremonial de una pequeña ciudad cuyos pobladores intentaron salvar de la furia del Xitle, según las ilustraciones del museo de sitio, con unos pilotes que plantaron en torno a la teta de su templo. Desde arriba se ve todo el sur: el perfil de viejo gachupín del Pico del Águila, el Xitle (que "en persona" es un cerrito empinado pero muy chiquito en cuya cima hay un cráter polvoriento), la montaña rusa de Six Flags y la cinta asfáltica que baja hacia Xochimilco, impulsada por quién sabe cuántos metros de espesor de roca volcánica. Yo me sentaba y veía esa cinta, el Periférico, que desde esas alturas, ángulo y con la mañana clara de ayer me recuerda lo que ví hace 14 años, totalmente absorta: el instante vertiginoso que a costa de su repitición constante permanece en el paisaje y lo convierte en paisaje del instante. (Esta esa postal sin foto, porque nunca putas tiene pilas mi cámara.)

viernes, 5 de marzo de 2010

Joaquín Sabina y la infancia

Bueno, mi infancia; afortunadamente para mí, es imposible abstraer la infancia, así que si hay infancia, “es la mía”. ¿Cuándo escuché por primera vez a Sabina? Ya habíamos regresado de Villahermosa, donde viví entre mis 2 y mis 6 años. Quizá tenía 8 o 9. Había varios acetatos: Hotel, dulce hotel, En vivo con viceversa y (creo que agregado posteriormente) El hombre del traje gris; después llegó Mentiras piadosas. Después de la comida me tocaba lavar los trastes. (¿Será por eso que ahora hago todo lo posible por no lavarlos? Vaya paradojas de la crianza.)

No exagero si digo que sus letras fueron para mí toda una revelación, que trascendía por mucho la literatura, y que incluso se gravaron en mí como trozos de películas: películas que no vi, pero que creí haber vivido. (Supongo que entonces aprendí la horrible costumbre de transitar entre ensoñaciones. ¿Quién lo diría? La imaginación, que todos los adultos desean para sus hijos, es la droga que más daño me ha hecho. Deberían decirnos, antes de incitarnos a imaginar, que si uno se aficiona demasiado, luego no encuentra su sitio en el mundo. Bueno, creo que lo hacen, y desoímos.)

Por entonces no entendía muchas palabras; otras permanecían misteriosas a causa de la dicción gachupina y el arrastre de sílabas. Por ejemplo, eso de “hay una jeringuilla en el lavabo” lo descifré hasta mis veintes; siempre creí que decía jeriquilla, y siempre me pregunté qué diablos era una jeriquilla. Otras cosas me resultaban misteriosas por su contexto: ¿por qué quemado como el cielo de Chernobyl? ¿Cómo era el cielo en Chernobyl? ¿Por qué mierda no pregunté a mi papá o agarré un diccionario? Creo que parte del encanto de Sabina y sus letras era el misterio. Aquello que no podía comprender (y que algún día comprendería) contenía la clave de… ¿de?

No podría describir lo que “ensoñaba”. Lo intentaré. El hombre del traje gris me hacía pensar (eufemismo adulto para decir que me transportaba) al malecón de un río, pero no de un río tropical, sino uno (ahora lo sé) mediterráneo. Ese malecón tenía escaleras y sauces. Todo el disco transitaba por ahí. "El joven aprendiz de pintor" me hacía pensar en gatos, en calicos (ahora sé que tienen un nombre: calicos) sobre sofás. "Calle melancolía" era una de mis favoritas. No descifraba “como quien viaja a lomos”. Enredaderas; enredaderas sobre ladrillos que suben (ambos) a un cielo gris, triste; un cielo con humo. Me conmovía lo del “campo ya estará verde”. Creo que por entonces leí Platero y yo y lo asociaba; también leía algo de Asturias y también se me aparecían esas ensoñaciones. Cuando resolvía el crucigrama ya era de noche. “Trepo por tu recuerdo como una enredadera.” Sé que mi primer deslumbramiento poético no se lo debo a Rimbaud ni a Vallejo, sino a Sabina. Qué marchoso, ¿no? ¿Y cómo mierda es la cuesta del olvido? "Pongamos que hablo de Madrid" era un sol entrando por un ventanal de un departamento en un quinto o sexto piso; la jeriquilla en el lavabo está en un baño ruinoso a mano izquierda. El sol entra como polvoso, parecido al “espíritu” que trae el sol de diciembre sobre avenida Chapultepec antes de que baje demasiado. (¿Por qué se ve el sol así ahí? Es el puto esmog, ¿verdad?) ¿Y qué mierdas era entonces “una estopa de butano”? Lo de los niños que persiguen el mar en un vaso de ginebra transcurría en una calle empedrada, en los umbrales. ¿Y cómo buscaban los niños el mar en un vaso de ginebra? ¿Miraban en el vaso hasta que aparecía algo? (Ay de mí, y de mi bendita ignorancia.)

Ya que mi malvado Katún no me ha enseñado a encamar videos, les dejo un link. Watch out, hay mucho ochenterismo junto: papos, chamarras, pantalones, bailaditos, tenis, greñas, requintos, pintaditos, aretes. Uf (y recontrauf, dijera el Flanagan). Eh!, dijera el Sabina.

pd Yo siempre quise un saquito como el del Sabina.

pd2 Para mí Joaquín Sabina murió el día que grabó esa mamada de “Y nos dieron las diez”. No lo he perdonado, claro que no.

pd3 En la foto, un calico. Se llama Abril.

jueves, 25 de febrero de 2010

Leyenda urbana: rock al chile

Mi amigo Zapata (por sí mismo una leyenda urbana) me habló un día del rock al chile, una forma de bailar rock que quizá (es pura especulación) vio sus orígenes en el rock pesado. Lo interesante es que hay muchas cosas que se pueden bailar según los fundamentos del rock al chile. El día que Zapata nos habló de esta ancestral forma de bailar cultivada en los hoyos funky (más material de leyenda) de la ciudad de México fue uno del mes del octubre del Año del Señor 2005, durante la feria del Zócalo que antes (no sé ahora) era un excelente lugar para beber, beber, beber y también para beber. En aquel año todavía existía Cuiria y, como en 2004, sus exquisitos integrantes de dedicaban a chuparse el dinero que recaudaban expendiendo ejemplares de la misma. Ese año en particular el stand de Cuiria (tras el cual estaba el stand de Deriva) fue conocido como la piquera de las editoriales independientes: debajo del stand había un cartón de caguamas (frecuentemente vacías) y algunas botellas de libación. Pues una noche (y mientras algún cagado grupo de ska tocaba en la plancha) el Zapata nos adentró en los misterios del rock al chile. He buscado fotos y vídeos con bailarines calificados bailando al chile, pero desafortunadamente no encuentro nada. Parece que el rock al chile también es un ex file. Esta inusitada forma de bailar el rock está constituida, básicamente, por “pasos” que recuerdan hechos de la vida cotidiana: es una especie de poética vanguardista del baile. Los pasos, que Zapata ejecutó de manera inigualable para nuestro regocijo, incluyen “el de lavar la ropa”, “el de tender la ropa” (éste es unos de mis favoritos), “él de barrer la basura” (que incluye las maniobras con el recogedor) y, claro, “el de bajarle los chones a la chava” (mi amplio favorito). Además, nos fue revelado que, lejos de ser una pachequez inspiracional de algunos pocos, el rock al chile tenía toda una cultura: Zapata tenía su pareja, como John Travolta en Fiebre de sábado por la noche. Me he dedicado a la investigación periodística grunge buscando otros ejemplares humanos que conozcan este baile, que lo hayan bailado o que lo hayan visto bailar, pero lo único que encuentro es misterio: nadie sabe nada del rock al chile. Así que el propósito fundamental de este post es el rescate de esa manifestación contracultural ochentera. Padres lindos, macitas: toda información mínimamente verosímil (y también la inverosímil) será bien recibida. No dejemos que nuestras tradiciones edgy se pierdan: si alguien conoce otro bailarín o bailarina de rock al chile que quiera darnos un tutorial por youtube, no lo dude, la patria se lo agradecerá.
Dejo un link de lo más cercano al rock al chile que encontré. El bailarín del cinturón largo (el virtuoso, pues) ejecuta (seguramente por accidente) en el minuto 1:15 algo que parece el paso de “jugando con el yoyo” y posteriormente algo como “destapando las caguamas”. Por cierto, si les recuerda a Vahktang Chabukiani en Taras Bulba no es extravío, yo también lo pensé (bueno, no es buen parámetro, ¿verdad?).

lunes, 15 de febrero de 2010

Kateta


Kateta (abono para el floripondio) cazadora de colobrís     Ahora cuida con su sueño profundo el árbol de los sueños. Regresará convertida en flor o mariposa. Su delicada huella ya es parte del pulso de algunos corazones. Kateta ya sabe que la vida es sólo la mitad del camino.

domingo, 17 de enero de 2010

















En la madrugada tuve pesadillas, bueno, una pesadilla. Soñé que me volvía loca. Estaba en casa de mis jefes, sentada en la cama donde dormía cuando vivía allí. De pronto, una voz me empezaba a zaherir. Esto iba acompañado de una sensación física, de modo que tenía un cierto grado de “conciencia” de que era una alucinación. Pensaba para mis adentros que lo mejor era hacerme pendeja hasta que pasara. Pero la voz dijo: “En serio, eres un hombre; mira lo que tienes en las manos”. En las manos tenía unas servilletas y en las servilletas un pedazo de pene: el glande y un cacho del cuerpo. La voz dijo: “Aunque te lo hayas cortado, sigues siendo un hombre”. Yo me levantaba e iba al espejo, convencida de que le podía “demostrar a la voz” que se equivocaba. Y entonces me horrorizaba: era un hombre, pero más que un sapiens sapiens, un hombre de Cromañón: era horrible y parecía tener alguna tara. Entonces empezaba a gritar. Llamaba a mi papá y le decía: “estoy alucinando, ayúdame”. Él se ponía inquisitorial: preguntaba si había fumado mota o si me había tomado alguna “otra droga”. Yo empezaba a llorar: sólo yo sabía que estaba enloqueciendo y que había que hacer algo antes de que ya no hubiera remedio. Me acordaba de haber tomado algo para la gripa y él iba a ver qué fórmula tenía. Yo seguía enloqueciendo y, figuradamente, poniéndome como loca. Mi madre subía y yo le decía que me ayudara, que hiciera algo para que dejara de alucinar. Ella me decía que no era para tanto, que seguramente estaba exagerando. Pero no, yo seguía alucinando y al mismo tiempo tenía una sensación culerísima en el cuerpo y en la conciencia: sentía que me estaba perdiendo a mí misma, pero no era como si mi espíritu se escapara, sino al revés, como si mi espíritu se estuviera encogiendo o retrayendo hacia el centro de mí; como si mi alma estuviera haciendo “fisión”. Justo cuando iba a terminar el proceso y me iba a quedar “desalmada”, desperté. Aproveché para ir al baño, lo confieso sin vergüenza, con miedo de que por ahí me saliera el hombre de Cromañón. Regresé y estuve luchando por quedarme despierta por media hora. No conozco otra técnica para no volver a soñar pesadillas. Me “consolaba” pensando que había soñado eso por haber visto una película “de espantos” en la tarde y fotos de una ciudad destruida en la noche.

A mediodía fui a Merced y Sonora por varios víveres; hice ese recorrido que tanto me gusta y ahora sí tomé fotos. La primera foto es de la puerta principal del edificio Juana de Arco, que es una fregonería de principios del XX (según mi ignorancia). En la segunda y terceras fotos, la parte nororiental de Juanita y su derriere, respectivamente (dan a la calzada de Tlalpan). La cuarta foto es de un botecito de basura de manufactura y diseño ecosostenibles empotrado en la pared del edificio. Parece que este edificio y la iglesia que está en la glorieta (a la izquierda del Jeanne en la quinta foto) es de lo poco que aguantó el temblor del 85 en esta zona. Respecto a la iglesia, unas disculpas al hombre de Dios al que insulté en el post anterior. He descubierto que no fue suya la brillante idea de los colores nacoloniales, sino de alguna autoridá. En la sexta foto aparece una iglesia que está casi sobre la calzada de Tlalpan rumbo al norte; esa foto la tomé en junio pasado, cuando todavía conservaba su muy fregón revestimiento de tezontle y roca volcánica y seguía muy “ruinosa”. La séptima foto, desde otro ángulo, es de hoy, avanzadas las labores de “salvación” y pintada ya con los nacolores de la capillita de la glorieta. Por alguna razón que escapa a mi intelecto, los genios de la restauración mexicana tienden a ponerle "un poquitín" en la madre a los edificios que “salvan”, desmadrándoles su estética y, según yo, anulando su restauración. En fin, supongo que alguien le gustan las cosas “bonitas y padrísimas”. La última foto es de la jotógrafa, subida en soberana estructura de acero.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Septiembre





Un poco tarde (pero bueno, es probable que si yo fuera partera llegara a los bautizos), mi quince de septiembre. Desde Chintolololandia: felices fiestas patrias (porque 199 años de recibir por culo son para celebrarse).

sábado, 12 de septiembre de 2009

¡Descubren cenote ceremonial en la Doctores!








Ya quisieran nuestras "autoridades". No, la única noticia es que están rebanando el mítico-mágico-monumental Chipote que Crece, llamado irrespetuosamente "chipote" por el diputado que convocó al inicio de obras y que supone que Yo pedí que le dieran en la madre a tan prestigiado vestigio de civilizaciones del pasado (que ocultaron en su interior un ovni). ¿Qué había bajo el chipote? Además de agua (parece que era un "chipote de agua"), pues no sé, porque no fui al banderazo del deschipotamiento. Tampoco había puesto nada en el blog, porque atravesé por un peligroso trance de cambio de casa/bomberazo editorial. Hoy ya tengo internet, pero estuve viviendo en la damnificación como por tres semanas: con la ropa en bolsas, los trastos en cajas, sin estufa, sin teléfono; además, corrigiendo harto para editorial que lleva sus libros a la SEP y transportando mis chivitas en diablo desde mi antigua casa, pues me mudé a dos cuadras de donde vivía, así que se me hizo fácil trasportar todo en el diablo... y casi me cuesta un ovario.
¡Qué capacidad de acumular pendejadas físicas que no llegan a bienes tiene el sapiens sapiens! Una vez una persona me dijo que entre las seres humanos existía la casta ¿o raza? de los Acumuladores de Triques; y que si uno tenía en vía materna o paterna a un Acumulador de Triques, uno ya tenía un sino claro. Cuando me dijo esto, hace como cinco años, terminé por convencerme de que era un imbécil. Ahora me acordé de su sabio descubrimiento, al darme cuenta de que pertenezco a la casta de Acumuladores de Triques, y que estoy doblemente predestinada, pues mis dos donadores de materia genética también son Acumuladores de Triques. De mi madre heredé la manía de llenar los anaqueles de la cocina con trastos contenedores, que, al menos yo, termino sin usar. Mientras guardaba y tiraba sufría con ello: "¿Será que me arrepentiré de tirar este frascote de cristal que no he usado en dos años (y al que le falta la tapa)? Y estos frasquitos chiquitos tan chidos y tan útiles, ¿cómo los voy a tirar? ¿qué les puedo poner adentro? ¿por qué será que no los uso?" Y de mi padre la tendencia a guardar triques ceremoniales y emocionales: canicas, un arete que no tiene par, unas piedras, caracoles, una cintita de lentejuelas (con poderes mágicos, of course), los coches de mi hermano pequeño, una mosca de plástico chiquita, etcétera. Pero puta, una cosa es guardarlos y otra muy jodida cargarlos tres escaleras abajo y echarlos al diablo; y luego subirlos otra escalera empinada. Y luego el horrible verde que tenía el estudio nuevo y que tuve que pintar de naranja (un naranja chido). Y la estufa (¿por qué me pasan estas cosas a mí?). Primero no tenía estufa (en el otro lugar usaba una integral); luego mis progenitores me regalaron una con motivo de mi complaños (SÍ, CUMPLIMOS AÑOS VAN THE MAN Y YO: ÉL EL 31 DE AGOSTO, YO EL 8 DE SEPTIEMBRE); luego no sabía cómo conectarla; luego me traje una manguera de casa de la jefa; luego fui por un adaptador porque no encajaba la manguera; luego el adaptador estaba grande; luego de que regresé por el adaptador correcto, la conecté y calenté agua para un té: se acabó el gas; luego perseguí al camión del gas porque por las chingadas obras de deschipotamiento no pasa mero enfrente el camión; luego olía un chingo a gas cada vez que la prendía; luego un alma caritativa vino a confirmar que la había conectado bien, hizo unos pases mágicos con los quemadores Y YA: espero que no pase nada raro ahora. Por todo eso es que sigo sin carburar correctamente y ya hasta redacto así de horrible.

Fotos: del deschipotamiento. En la última, no confunda usted la actitudad meditabunda del hombre de la derecha con lelez. Ya desearían Mircea Eliade o Elias Caneti tener acceso a lo que pasa por su masa encefálica.

Aunque tarde: feliz complaños al maestro Van Morrison y a mí. Cumplí los malditos 27, lo que significa que durante los siguientes 12 meses deberé ser especialmente cuidadosa a la hora de libar. ¡Aún no quiero morir! Con todo y mudanzas y deschipotamientos, me gusta la vida.

Lo que nos trajo la lluvia




Sí, mucho excremento desentubado, pero también, desde el maravilloso reino fungi, señoritas y pambazos. Yo preparé un bocadillo de pasta con señoritas mientras escuchaba los alegres himnos de amor del maestro Van the Man.

jueves, 9 de julio de 2009

cursum perficio

Estas son las colaboraciones que durante 2 años y medio publiqué en El Financiero. Las puse en este blog para que las lean, porque probablemente nunca supieron que hacía esta columna.

http://www.manzanitapodrida.blogspot.com