sábado, 23 de julio de 2011
A donde no volveremos
Cuando llegué todavía sufría una depresión combinada con ansiedad que arrastraba de la casa paterna y que se manifestó en la Guerrero, y que, por supuesto, empaqué con todo y el chingado colchón cuando me mudé a la Doctores (luego, conforme tomaba terapia y hacía espaguetis, mi ansiedad se calmó y mi depresión se distrajo). En esa depresión exploré mi capacidad para hacerme la chaqueta mental en el temible planeta de la hipocondría; además llegué a pesar 47 kilos (“muy” flaca para mis pantagruélicas costumbres), y sufría unas pesadillas de las que no terminaba por despertar nunca: soñaba cosas angustiosas y, cuando creía que despertaba, descubría que “había caído otra vez” en la pesadilla. Una de esas pesadillas tenía que ver con un garrafón de agua cuyo sifón se accionaba solo y mojaba el piso recién trapeado del departamento al que me acababa de mudar.
Otra de las premisas de mi estancia en esa casa fue descubrir que tenía vecinos, y que éstos eran una mierda absoluta. Me explico, mis vecinos, a diferencia mía, no pagaban renta, sino que se habían endeudado por quién sabe cuántas décadas para pagar un departamento de interés social de 60 metros cuadrados en la Doctores. Sin embargo, por esos misteriosos misterios de la constitución psicológica de la seudo clase media chilanga, mis rementados vecinos, lejos de considerarse engañados por estar viviendo en una megavecindad con mensualidades infladas, se comportaban como si la vista de sus aposentos fuera la de Central Park y no las refaccionarias de Doctor Jiménez. El pleito entre mi vecino de abajo y yo, he llegado a creer, a la manera de John Lennon, que “estaba escrito en las estrellas”. Así que, en general, detestaba el lugar donde vivía hasta que cruzaba el umbral de “mi casa”, una casa a la que fui queriendo en el transcurso de ese primer año. Por ese terror a mis nacovecinos con pretensiones aristócratas, jamás abría las cortinas que daban al interior del edificio; unas cortinas blancas de ese como tejidito-encaje que nuuuuunca lavé. En cambio, solía tener abierta la ventana que daba a Jiménez, donde crece un álamo temblón que refugiaba en sus ramas parejas de gorriones (que daban hijitos en primavera) y a cuyo pie el lumpen proletariado de la Docs dejaba su basura. El pleito entre mis vecinos y la delegación para que esta última “tomara cartas en el asunto” fue prolongado, y como yo vivía en el tercer piso y las cucarachas no se metían conmigo, me valió madres. Durante el tiempo que el basurero estuvo en funciones, las madrugadas estuvieron colmadas de sonidos: los ruidos de los pepenadores que llegan (algunos desde puntos remotos de la ciudad) y buscan en la basura su sustento: ancianos, hombres, mujeres, niños que ríen cuando descubren entre los desperdicios un juguete de pilas que todavía sirve. En ese depto también tuve un voyeur, durante un par de semanas: un tipo que se estacionaba en un tsuru plateado en Jiménez y me lanzaba la lucecita de su apuntador de las juntas; fina persona, él.
Pero son los recuerdos de adentro los que hacen de esa casa un preámbulo al destierro. Hurgo al azar en la caja más valiosa que me traje cuando hice la mudanza: la vez que salieron larvas en la basura, la botella de ginebra (vacía, claro) que rompí contra una esquina de la cocina, mi cuna de Moisés junto a la ventana del estudio (y yo siempre pendiente de sus flores), el día que perdí las llaves y volteé la casa buscándolas, el clóset del estudio (donde guardaba todo lo que estuviera fuera de lugar cuando la visita tocaba el timbre de la calle), el “limo” que se formaba en la puerta de la regadera y que nunca pude quitar, la ranita fluorescente que siempre estuvo sobre el buró improvisado junto a mi cama, cuando jugaba damas chinas conmigo misma, la disposición de mis utensilios de cocina, los domingos (cuando hacía de comer: sushi o espagueti a la boloñesa con salchichas alemanas, o hamburguesas, o las pizzas que tan mal me quedaban), la vez que casi me desnuco en el estudio (no comment), mi espejo de cuerpo entero en el pasillo, la vez que me arrastré con 40 grados de temperatura hasta la regadera con miedo de quedar tarada por la fiebre, la vez que me peleé con mi gurú y mi gurú se arrancó el collar que llevaba en el cuello (meses después seguía encontrando cuentitas de cuando en cuando), la chingada cerradura que nunca sirvió, el ruido apagado de la puerta de entrada al cerrarse, todas las veces que vi entrar a mi ex gurú por la puerta (que abría desde que él tocaba la puerta de la calle) y le eché los brazos al cuello, mi insomnio, un sueño pertinaz en el que aparecía un niño, todas las veces que, mientras me preparaba el desayuno en la cocina me entraba una tristeza descomunal, los muñequitos que coloqué en las celosías del cuarto de lavado, la jirafita de peluche que dormía conmigo, el sol alzándose por la mañana y entrando desde el estudio hasta mi habitación. La vida, la casa a la que no volveré.
En las fotos: unas pesimísimas fotos tomadas desde mi estudio hacia la calle.
jueves, 9 de junio de 2011
TRÁNSITO
429. Tránsito (Poesía)
Claudina Domingo
2011, 92 pp.
Trazar una ciudad desde sus orígenes, recrearla en su fundación como un plano espacioso y levantarla a través de las imágenes, es la apuesta que Claudina Domingo emprende en Tránsito, libro de poemas que cantan y cuentan los pasos de un flâneur en territorio descifrable. Tomando a la ciudad de México como escenario y recipiente, la autora entreteje su voz con la de algunos cronistas como Bernal Díaz del Castillo y Bernardo de Balbuena, logrando así una urdimbre urbana en la que se yuxtaponen las imágenes de una ciudad personal y una ciudad histórica. Este volumen fluye a partir de los testimonios íntimos de la experiencia, donde los versos intencionalmente montados hacen un llamado a multiplicar los sentidos. (contraportada)
lunes, 16 de mayo de 2011
Contra el insomnio
El hombre tropieza conmigo, cae, se queja, se sienta sobre mí (se está sobando un tobillo). Luego se pone de pie y comienza a quitar las ramas que cayeron la noche anterior, durante la última tormenta. Me golpea con la palma de la mano; me gira. Estará pensando en lo que puede hacer conmigo. Me levanta, toma aire y me saca de lo profundo del bosque.
El hombre camina rápido (debe ser un hombre fuerte y vigoroso) y aunque su respiración me tranquiliza su pulso agita mi corazón. Luego, poco a poco, su paso toma un ritmo cadencioso, casi tranquilizante. Debemos ir por la llanura: sopla un aire leve que alcanzo a sentir y que debe despeinar el cabello del hombre que me carga. Sólo me queda imaginármelo; tengo los ojos cerrados, más bien, ya no tengo. Tuve miles de ojos verdes, livianos, pero entonces sólo veía: un paisaje que ahora recuerdo aéreo, verde (oscuro o claro según la hora del día), pero sólo ahora tiene significado ese recuerdo (sólo ahora es un recuerdo) porque antes, aéreo y perfecto como era, no conocía ni el pensamiento ni las palabras. Ésas llegaron con el rayo, un rayo de lengua viperina que me desgajó por arriba y por abajo. Mientas caía tuve conciencia de lo que había sido, pero no me dolió caer. En cuanto estuve en el suelo descubrí que al suelo pertenecía. Aquí puedo escuchar y suponer lo que ocurre en el bosque. Así, con el oído pegado a la tierra, que transmite los rumores de los animales que cavan en su interior y las carreras de los que corren sobre su superficie. Con el otro oído oigo pasar a las aves en el cielo y los afanes de las ardillas en los árboles. Suponer, “adivinar”, imaginar, ahora que no tengo ojos y estoy inmóvil me muevo entre los verbos de los seres que meditan. He aprendido a distinguir el peso de las ardillas del peso y el paso de un armadillo; comenzaba a diferenciar los distintos tipos de orugas sobre mi corteza cuando empezó mi viaje.
Hacemos un alto en el camino. La yerba es más corta en donde estamos. El hombre se aleja, estira las piernas, se acerca de nuevo. Se sienta cerca de mí. Algo piensa, puedo sentir incluso que ha dejado de respirar. Me toca, esta vez es una caricia que empieza desde la mitad de mi cuerpo y desciende amplia y abierta. Se ha dado cuenta de que parezco una mujer que yace de costado. Me toca el vientre con los dedos. Se arrodilla junto a mí. Examina las ramas que podrían ser piernas. Tendrá que trabajar un poco en ellas con gubias y lijas para formar rodillas, femorales. La grupa quizá solo tenga que lijarla. Me acaricia de nuevo. Busca si hay algo con qué formar senos. Algo hay, aunque por la posición de mis ramas-brazos tendrá que conformarse con la idea de senos, más que con tetas verdaderas. Sí, con un poco de trabajo puedo descansar junto a la chimenea, voluptuosa y deseada.
El hombre que me lleva suspira, puja y me levanta; en realidad, me toma entre sus bazos, casi con cuidado. Ahora me abraza. Me carga como si fuéramos unos recién casados llegando de la iglesia (una atropellada a la que un campesino encontró junto al tren) “primos jugando a ser esposos” /una anciana llevada a dormir por su hijo/ ::como si me hubiera quedado borracha sobre la mesa:: …como si fuera la hija muerta a quien su padre saca de la casa incendiada… Avanzamos más lentamente, me voy haciendo más pesado, incomprensiblemente pesado, ¿será que el cansancio me vence? El hombre se esmera por no perturbar mi creciente reposo, pero ya peso mucho; me vuelve a poner en el piso. Me levanta de nuevo y comienza a caminar en otra dirección, hacia nuestra derecha.
Avanzamos muy lentamente, adentrándonos de nuevo en el bosque. El ambiente se hace más húmedo. Alcanzo a escuchar el rumor de un río. Vuelvo al piso: la música del agua deletrea mi nombre más oscuro. El hombre me acaricia de nuevo; sus manos tiemblan. Se desnuda. Me carga de nuevo. Escucho cada vez más cerca el agua y los pies de mi Morfeo chapotear trabajosamente, conmigo en brazos. Soy cada vez más pesado. El hombre hace un gran esfuerzo para llevarme río adentro, donde elagua le toca el torso y me cubre casi por completo. Ya casi dormido, creo escucharle decir: “Nadie más te verá como yo te vi”. Entonces me suelta, y desciendo…
domingo, 1 de mayo de 2011
La pesadilla más horrible de mi vida (19/12/2010)
Sí, estoy bien, no, no quiero agua; déjenme en paz; casi me matan por culpa de ustedes. Pienso salir por otro sitio, ¿pero por dónde? Ni siquiera conozco esta escuela; parece enorme; debe ser un CCH. Hay unas escaleras frente a esa reja que sirvió de mi paredón. Ahora me doy cuenta de que los chicos armados nunca entraron por esa reja, una malla metálica en realidad. Había un agujero, y yo cometí el error de salir demasiado pronto por el agujero. Los estudiantes siempre estuvieron del lado seguro de la malla, y yo, como una cucaracha, aplastada desde el otro lado. Los estudiantes están nerviosos, pero parecen resignados. Seguramente esto ocurre aquí a diario. Las “escaleras” no son en realidad unas escaleras; los escalones son muy altos y están cubiertos en partes por vegetación: parece una escultura rota habilitada como una peligrosa escalera. Subo por ahí. Voy a bajar por otras escaleras (éstas de verdad) cuando veo que desde esa dirección se aproximan unos hombres armados. Me doy la vuelta, junto con los otros chicos, que ahora sí se ven asustados. Deduzco que esto no es normal.
Regreso por donde venía. Comienzo a saltar los escalones cuando veo entrar por el agujero a los chicos de la primera banda. Subo trepando las escaleras. Es absurdo, es demente; estamos a punto de ser atrapados en fuego cruzado. Uno de los que entró por el agujero me alcanza, me toma del brazo. Me dice: “Vas a fingir que eres mi novia”. Me doy cuenta de que el lugar está lleno de chicas que gritan y suplican; y de chicos armados que las conducen como escudos humanos. Alguien oficia como amedrentador de masas; grita: “A las de cabello corto, las rapamos”. Se acerca a una; trae una navaja en la mano. Le corta un mechón de cabello. No es en serio; es sólo terror psicológico. Pasa junto a mí y hace lo mismo. Su estrategia funciona: tiemblo de miedo. Además, no fue muy cuidadoso: me tocó el cuello, tengo una herida. “Mi novio” me tranquiliza: “es sólo un rasguño. Ese pendejo no hace daño; de lo único que es capaz es de violar niñas”. Me sonríe. Me simpatiza. ¿Me simpatiza? Me doy cuenta de que estoy sufriendo síndrome de Estocolmo. ¡Hasta me empiezo a sentir enamorada de él! Es mi hombre; es mi salvador. Desde un portón al fondo del pasillo (se trata de un pasillo donde convergen las dos escaleras) entran los miembros de la otra banda, los que venían desde adentro del plantel. “Al suelo”, grita alguien. Los chicos armados nos abrazan (somos novios, recuerdo) mientras nos apuntan con sus escuadras. No quiero morir hoy; no quiero. Me aferro a “mi novio”; lo abrazo, incluso actúo como si fuera su novia. Ni que fuera necesario. Se trata de una falsa representación. La escena es macabra: todos estamos hincados en el piso; las chicas abrazadas fuertemente por jóvenes armados. Los jóvenes que han entrado (también armados con escuadras) y no saben qué hacer; no se animan a disparar. Frente a mí, de espaldas, se encuentran de novias de un matón dos chicas; las reconozco, estaban en mi clase. Desde atrás de mí surge un chico: sólo veo su brazo y la daga de veinte centímetros que trae en la mano. Se la hunde por la espalda, a la altura del corazón, a la chica que tengo en frente. ¿Qué pasa? ¿Por qué hizo eso? ¿Está drogado? ¿Estoy alucinando? Esto es maldad. Incluso para el contexto, eso es violencia innecesaria.
Se acabó la calma chicha. Los hombres que nos abrazan se levantan y se cubren entre las columnas; los que vienen llegando comienzan a disparar. Las mujeres corremos. Veo las falsas escaleras; voy de bajada, me voy a romper las rodillas, pienso. En el pasillo se escuchan disparos, gritos, amenazas. Me van a matar, reconsidero. Me aviento escaleras abajo. Me sorprende la facilidad con que bajo, casi parezco una atleta. Observo que detrás de la malla metálica y por adentro de ella hay militares. Aguardan en la posición de siempre de los militares. Doy vuelta a la derecha. Ahora sé dónde está la salida. Al final de unas largas escaleras de piedra. Primero hay una reja de barrotes gruesos. La reja se abre y entra una mujer con cámara de video. Una periodista, pienso; estamos salvados: los militares no dispararán contra nosotros. Comienzo a subir las escaleras. Seré la primera en escapar. Voy a ver a mis padres; estarán alegres de que esté viva. Entonces escucho la metralla de los militares. Es un sonido espantoso; un sonsonete turbio y aterrador. Corro más rápido. Disparan hacia acá. No es posible. ¿Por qué me disparan? Estoy a dos metros de la puerta. No puede ser. No siento dolor, pero veo mis pies llenos de sangre. Pienso en todo lo que hice para salvar la vida, y venirla a perder de esta manera. No puede ser. Me toco el pecho: ojalá sea un pulmón y no el corazón. También tengo la impresión de que tengo unos agujeros en la cadera. Que tenga remedio; que me cosan los doctores. Se me nubla la vista; veo las escaleras como si estuvieran cubiertas de humo; las lámparas de la calle parecen siniestras antorchas. Estoy aterrada. Me voy quedando sin mente. No puede ser: “era tan joven, tenía tantas cosas qué hacer (mis padres; la morgue; mi cuerpo destrozado)” alcanzo a pensar, mientras toco la puerta de la entrada, casi a gatas. “No puede ser.” En serio voy a morir. Escucho entonces, y ello me convence de que voy a morir, la voz se Lisa Gerard. Cierro los ojos y entonces pienso: “No puede ser; debe ser un sueño”. Y abro los ojos.
lunes, 6 de diciembre de 2010
Instantánea 004: Faramalla
Desde que sales a dar tu paseo notas algo hacia el poniente, un polvo que se hace humo, un humo que casi es veneno. Avanzas entonces hacia el norte, un poco intrigada por esa gran olla de tamales que se quemó, pero al cruzar Arcos de Belém ya no puedes ignorar la mancha en la tarde dominical: una ambulancia te obliga a decidir entre el arroyo y la ciclopista, por donde avanza. Decides seguir a los
curiosos a Enrico Martínez y Chapultepec donde un carro de bomberos, tres ambulancias y seis patrullas montan la escena: hay un incendio en la Televisora. No es que sea un fraude, pero has visto peores incendios (uno) con menos bomberos para contrarrestarlo. El camioncito de bomberos se estaciona (para ello tarda una eternidad), luego abate la escalera vertical (para lo cual emplea dos eternidades y media), posteriormente sube en un corralito a dos bomberos (que tardan tres eternidades en llegar arriba), cuando casi han llegado algo pasa, y el corralito empieza a descender a trancos. Evidentemente, se trata de una aburrido guión cómico televisivo: algo así como Adal Ramones (sin Adal Ramones, gracias a Dios), pero también sin las chichis y las nalgas que hacen entretenidos los aburridos programas de la Televisora. Los bomberos descienden en el corralito. Mientras sucede toda la faramalla del camión, la escalera y el corralito, han llegado y se han ido (porque no tiene ningún sentido su presencia) una unidad de cuidados intensivos, una cuatro por cuatro muy naiz que dice Rescue, cinco patrullas más y un montón de mirones. “¿Se va a caer el edificio?”, pregunta angustiado un niño, mientras un mamón con cara de mamón, pinta de mamón y pose de mamón da su parte por radio: “Es algo inédito, wey; primero se fue la luz en todo el edificio, wey, lo cual es verdaderamente inédito, wey”. Los bomberos deciden subir mecánicamente (es decir, por sus propias patas) por la escalerilla y miran por la ventana del penúltimo piso, donde tiene lugar la tragedia de la olla de tamales. El humo no es tan tóxico, o por alguna razón el bombero más cercano a la ventana se quita
la mascarilla y acerca la cara. Baja por la escalera. Los policías de tránsito le dan como locos al pito (perdón, así me salió). Dos o tres automovilistas les responden con la diana por todos conocida. La verdad es que para ser un gran incendio en la Televisora (ocho columnas con las que probablemente se venda el acontecimiento; más “momentos de angustia y desesperación se vivieron en…”) se trata de una gran faramalla: es decir, de poca cosa vendida bajo luces de neón y orquestada, en este caso, por todo el aparato de emergencias de la zona centro de la ciudad. Decides regresar a casa, con la mancha de humo-gas de la tarde.
martes, 16 de noviembre de 2010
Instantánea 003: Afanes
jueves, 11 de noviembre de 2010
Instantánea 002: Hombre llorando
Camina desguanzado, arrastrando los pies: gime y llora. Se lleva las manos al rostro y se talla los ojos como un niño pequeño. Gimotea desconsolado bajo el sol frío de noviembre. Tras él avanza, respetuosa, una rara comitiva: un hombre mayor con pinta de ser su padre, un adolescente del que no capto mucho y una niña que monta un triciclo. Van con él, ¿pero a dónde y desde dónde? ¿En serio van con él? ¿Sólo porque están atentos a su dolor son su familia? Podrían ser, simplemente, un abuelo y sus nietos que salen de otro departamento (previamente abierto) y a quienes que les toca caminar tras él. Un abuelo y sus nietos que no pueden evitar mirarlo, intrigados por su pena, pero que procuran caminar despacio, a cierta distancia de él, para no avergonzarlo.
Por otro lado, él parece desgraciado, pero las personas tenemos ideas muy particulares de la desgracia. Si en este momento no diera guardar al archivo y lo borrara sin querer, sería desgraciada. Si pierde el Chivas o el América (o cualquier otro pésimo equipo de pésimo fútbol mexicano), hay personas que son desgraciadas. Entonces, ¿qué lo hace desgraciado a él? Puede ser una “verdadera desgracia” (la muerte de su novia o de su madre; el encarcelamiento de un hermano), una desgracia común (su novia mandándolo a la goma; su novia confesando una infidelidad; una deuda no pagada) o una desgracia infantil (el equipo que pierde el partido, una pelea común con la novia). Pero ya sé que empiezan a reprocharme una prosa vulgarmente inquisitiva: ¿su traducción poética sería la de un hombre rudo que camina gimoteando bajo el sol frío de noviembre?
Instantánea 001: Bolsa de basura asomando de un registro
INSTANTÁNEAS
Ah, y por cierto, si saben de alguien que YA tenga un proyecto similar bajo el mismo título, avísenme, para que le cambie el título y no quede como imbécil.
sábado, 2 de octubre de 2010
jueves, 23 de septiembre de 2010
Extrañar una ciudad
No desperdicio la oportunidad de aprender algo de esta experiencia: a) la necesidad es reina y b) el tiempo nunca alcanza para las cosas importantes y siempre se puede desperdiciar en estupideces. También estoy aprendiendo a ser más disciplinada y el gran arte de decir "nel", "ni madres", "a güevo que no". Digo que estoy aprendiendo porque aún no lo domino; espero que para finales de año sea más diestra al respecto.
Pero hay otra cosa que ha cambiado: cuando estoy en mi ciudad, normalmente estoy contra ella: contra su maldito tránsito, contra sus horarios (muchos de ellos rancheros), contra las distancias, etc., y ahora tengo que hacer malabares para alimentar uno de mis placeres preferidos: caminar, perderme por la ciudad un par de horas.
Esas caminatas, que antes hacía sin mucha conciencia, resultan indispensables para mi ser. Mi Ser, valga aclarar, constantemente muda de la alegría al desasosiego; de la fuerza moral al hartazgo; de la depresión a la furia; de la furia a la depresión; de la tristeza a la flojera. Esas caminatas me restituyen algo de mi Ser adolescente: del universo de las posibilidades; del tiempo en que no existía el tiempo; del mundo donde no existía el mundo y se podía soñar eternamente, como mecido entre barandales y balcones, calles y callejuelas, avenidas y parques; y cuando ni siquiera yo sabía por qué era feliz, o por qué me embargaba una melancolía que, sin embargo, disfrutaba. Cuando era poeta, aunque nadie supiera que era poeta, o porque nadie sabía que era poeta.
Cuando camino por la ciudad, sin saber a dónde voy o perdiéndome a propósito, las cosas adquieren otras dimensiones. Vuelvo a estar sola otra vez; vuelvo a no necesitar de nadie y mis pensamientos surgen de otra manera: sé lo que me preocupa, lo que me importa; reconozco lo que me molesta y puedo observar mejor mi trayecto: hacia atrás, lo que llamamos pasado; hacia adelante, lo que denominamos futuro. Entonces soy mi casa y el camino es mi ruta.
Extraño mi ciudad; tanta palabrería para decir algo tan claro: extraño mi ciudad.
lunes, 7 de junio de 2010
caminos lejanos
viernes, 5 de marzo de 2010
Joaquín Sabina y la infancia
No exagero si digo que sus letras fueron para mí toda una revelación, que trascendía por mucho la literatura, y que incluso se gravaron en mí como trozos de películas: películas que no vi, pero que creí haber vivido. (Supongo que entonces aprendí la horrible costumbre de transitar entre ensoñaciones. ¿Quién lo diría? La imaginación, que todos los adultos desean para sus hijos, es la droga que más daño me ha hecho. Deberían decirnos, antes de incitarnos a imaginar, que si uno se aficiona demasiado, luego no encuentra su sitio en el mundo. Bueno, creo que lo hacen, y desoímos.)
Por entonces no entendía muchas palabras; otras permanecían misteriosas a causa de la dicción gachupina y el arrastre de sílabas. Por ejemplo, eso de “hay una jeringuilla en el lavabo” lo descifré hasta mis veintes; siempre creí que decía jeriquilla, y siempre me pregunté qué diablos era una jeriquilla. Otras cosas me resultaban misteriosas por su contexto: ¿por qué quemado como el cielo de Chernobyl? ¿Cómo era el cielo en Chernobyl? ¿Por qué mierda no pregunté a mi papá o agarré un diccionario? Creo que parte del encanto de Sabina y sus letras era el misterio. Aquello que no podía comprender (y que algún día comprendería) contenía la clave de… ¿de?
No podría describir lo que “ensoñaba”. Lo intentaré. El hombre del traje gris me hacía pensar (eufemismo adulto para decir que me transportaba) al malecón de un río, pero no de un río tropical, sino uno (ahora lo sé) mediterráneo. Ese malecón tenía escaleras y sauces. Todo el disco transitaba por ahí. "El joven aprendiz de pintor" me hacía pensar en gatos, en calicos (ahora sé que tienen un nombre: calicos) sobre sofás. "Calle melancolía" era una de mis favoritas. No descifraba “como quien viaja a lomos”. Enredaderas; enredaderas sobre ladrillos que suben (ambos) a un cielo gris, triste; un cielo con humo. Me conmovía lo del “campo ya estará verde”. Creo que por entonces leí Platero y yo y lo asociaba; también leía algo de Asturias y también se me aparecían esas ensoñaciones. Cuando resolvía el crucigrama ya era de noche. “Trepo por tu recuerdo como una enredadera.” Sé que mi primer deslumbramiento poético no se lo debo a Rimbaud ni a Vallejo, sino a Sabina. Qué marchoso, ¿no? ¿Y cómo mierda es la cuesta del olvido? "Pongamos que hablo de Madrid" era un sol entrando por un ventanal de un departamento en un quinto o sexto piso; la jeriquilla en el lavabo está en un baño ruinoso a mano izquierda. El sol entra como polvoso, parecido al “espíritu” que trae el sol de diciembre sobre avenida Chapultepec antes de que baje demasiado. (¿Por qué se ve el sol así ahí? Es el puto esmog, ¿verdad?) ¿Y qué mierdas era entonces “una estopa de butano”? Lo de los niños que persiguen el mar en un vaso de ginebra transcurría en una calle empedrada, en los umbrales. ¿Y cómo buscaban los niños el mar en un vaso de ginebra? ¿Miraban en el vaso hasta que aparecía algo? (Ay de mí, y de mi bendita ignorancia.)
Ya que mi malvado Katún no me ha enseñado a encamar videos, les dejo un link. Watch out, hay mucho ochenterismo junto: papos, chamarras, pantalones, bailaditos, tenis, greñas, requintos, pintaditos, aretes. Uf (y recontrauf, dijera el Flanagan). Eh!, dijera el Sabina.
pd Yo siempre quise un saquito como el del Sabina.
pd2 Para mí Joaquín Sabina murió el día que grabó esa mamada de “Y nos dieron las diez”. No lo he perdonado, claro que no.
pd3 En la foto, un calico. Se llama Abril.
jueves, 25 de febrero de 2010
Leyenda urbana: rock al chile
Dejo un link de lo más cercano al rock al chile que encontré. El bailarín del cinturón largo (el virtuoso, pues) ejecuta (seguramente por accidente) en el minuto 1:15 algo que parece el paso de “jugando con el yoyo” y posteriormente algo como “destapando las caguamas”. Por cierto, si les recuerda a Vahktang Chabukiani en Taras Bulba no es extravío, yo también lo pensé (bueno, no es buen parámetro, ¿verdad?).
lunes, 15 de febrero de 2010
Kateta
domingo, 17 de enero de 2010
A mediodía fui a Merced y Sonora por varios víveres; hice ese recorrido que tanto me gusta y ahora sí tomé fotos. La primera foto es de la puerta principal del edificio Juana de Arco, que es una fregonería de principios del XX (según mi ignorancia). En la segunda y terceras fotos, la parte nororiental de Juanita y su derriere, respectivamente (dan a la calzada de Tlalpan). La cuarta foto es de un botecito de basura de manufactura y diseño ecosostenibles empotrado en la pared del edificio. Parece que este edificio y la iglesia que está en la glorieta (a la izquierda del Jeanne en la quinta foto) es de lo poco que aguantó el temblor del 85 en esta zona. Respecto a la iglesia, unas disculpas al hombre de Dios al que insulté en el post anterior. He descubierto que no fue suya la brillante idea de los colores nacoloniales, sino de alguna autoridá. En la sexta foto aparece una iglesia que está casi sobre la calzada de Tlalpan rumbo al norte; esa foto la tomé en junio pasado, cuando todavía conservaba su muy fregón revestimiento de tezontle y roca volcánica y seguía muy “ruinosa”. La séptima foto, desde otro ángulo, es de hoy, avanzadas las labores de “salvación” y pintada ya con los nacolores de la capillita de la glorieta. Por alguna razón que escapa a mi intelecto, los genios de la restauración mexicana tienden a ponerle "un poquitín" en la madre a los edificios que “salvan”, desmadrándoles su estética y, según yo, anulando su restauración. En fin, supongo que alguien le gustan las cosas “bonitas y padrísimas”. La última foto es de la jotógrafa, subida en soberana estructura de acero.
jueves, 17 de septiembre de 2009
sábado, 12 de septiembre de 2009
¡Descubren cenote ceremonial en la Doctores!
Fotos: del deschipotamiento. En la última, no confunda usted la actitudad meditabunda del hombre de la derecha con lelez. Ya desearían Mircea Eliade o Elias Caneti tener acceso a lo que pasa por su masa encefálica.
Aunque tarde: feliz complaños al maestro Van Morrison y a mí. Cumplí los malditos 27, lo que significa que durante los siguientes 12 meses deberé ser especialmente cuidadosa a la hora de libar. ¡Aún no quiero morir! Con todo y mudanzas y deschipotamientos, me gusta la vida.
jueves, 9 de julio de 2009
cursum perficio
http://www.manzanitapodrida.blogspot.com